En el policlínico Asclepio, en la consulta del profesor Rodríguez de la Vega, lo conocí una mañana de 1976, ambos con los bronquios contraídos y esa respiración anhelosa que los integrantes de la cofradía se descubren a vuelo de pájaro y frente a la cual se suele guardar la mayor consideración.
Los que padezcan la enfermedad saben que hay dos cosas que un asmático en plena crisis no soporta: que lo miren, y que le hablen. Resultar invisible ante los ojos de los inoportunos se torna entonces una suerte de dicha.
Los asmáticos conocen la regla y a no ser las excepciones de rigor, la cumplen. De ahí que aquella mañana, el insigne escritor y su joven admirador —primeros en llegar a la consulta— trataran de aislarse del mundo posando la mirada aquí y allá, nunca mirándose fijamente, cada uno contando con la comprensión del otro.
Al llegar mi turno para realizar no recuerdo qué prueba, me dirigí a su asiento, le extendí la mano y sacando de la reserva dos segundos de entusiasmo le dije: “Me leo todo lo suyo, maestro”.
El no tuvo para tanto al responder “gracias” y sonreír con aquella expresión de hombre bueno y humilde que siempre lo acompañó.
Vivió 88 años, tocó la gloria y escribió en poesía y prosa de cuánto tema quiso, incluyendo un cuento sobre la comunión espontánea que se establece entre dos enfermos de asma cuando se encuentran.