Una aventura fallida

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Bolsonaro lideró . No logró su reelección, pero consiguió un enorme sostén en los comicios. Se disponía
a jugar un papel político protagónico, antes de quedar afectado por la tentativa golpista que
perpetraron sus seguidores.
Ya existen documentos probatorios del plan concebido inicialmente por el ex capitán para desconocer
su derrota electoral. Esa confabulación fue abandonada, pero los preparativos de la asonada
continuaron con la instalación de un campamento en Brasilia para exigir la obstrucción militar de la
asunción de Lula. Se acantonaron durante dos meses en las puertas del cuartel general, difundieron sus
planes en las redes sociales, intentaron un mega atentado y el bloquearon varias rutas.
El asalto al Congreso, al Planalto y a la Corte Suprema pretendió forzar la intervención del ejército. Los
atacantes supusieron que bastaba con una chispa para inducir a los generales a sacar los tanques a la
calle. Imaginaron que el caos generado por su acción precipitaría esa intervención (Arcary, 2023). El plan
B era forzar un escenario de ingobernabilidad, para debilitar al gobierno de Lula en el comienzo de su
gestión (Stedile; Pagotto, 2023).
Ese delirante cálculo se asentó en la descarada complicidad de los militares que visitaron el
campamento para facilitar una incursión, que también convalidó el gobernador del Distrito Federal. Los
asaltantes ocuparon con total impunidad los principales edificios estatales y en tres horas de vandalismo
destruyeron muebles, decorados y obras de arte. Numerosos policías custodiaron a los atacantes,
participaron de la tropelía y se fotografiaron en los saqueos.
La embestida llevó la típica marca de Bolsonaro, que en los años 80 logró cierto renombre con acciones
de ese tipo. Para presionar por un incremento de salarios, organizó en esa época un plan de colocación
de bombas que le costó su carrera. Desde la presidencia perfeccionó esa trayectoria apuntalando las
milicias, que continuaron ensayando atentados luego del desorbitado ataque en Brasilia.
Al igual que Trump, Bolsonaro tiró la piedra y ante la adversidad escondió la mano.
El calco del operativo confirmó los estrechos lazos entre ambas formaciones, bajo el evidente comando
del magnate norteamericano. Pero la copia brasileña extendió la arremetida a los tres poderes y contó
con un visto bueno del ejército (y de gobernantes distritales), que no tuvo el copamiento yanqui (Miola,
2023). En Brasil se verificó además una contundente reacción de Lula, que determinó el fracaso del
motín.
El fracaso de una asonada en Bolivia anticipó a comienzo de año el desenlace de Brasil. También allí se
consumó un fallido intento golpista, para repetir con el Arce el alzamiento que derrocó a Evo Morales en
el 2019.

En esa oportunidad, la ultraderecha aportó bandas armadas para secuestrar dirigentes sociales, asaltar
instituciones públicas y humillar opositores. Reiteró su vieja conducta de soporte de las intervenciones
militares, contra gobiernos enfrentados al establishment o crucificados por la embajada
estadounidense.
Ese odio contra los indios recuerda la provocación inicial de Hitler contra los judíos. Camacho no
disimula la irracionalidad de sus diatribas contra los pueblos originarios. Considera que las mujeres de
esas nacionalidades son brujas satánicas y que los hombres arrastran una impronta servil. Ha creado
legiones de resentidos para humillar a los indígenas (Katz, 2019).
Tampoco lograron el acompañamiento nacional de la derecha tradicional o de los sectores indigenistas
disgustados con el gobierno. Sólo algunas figuras en declive del espectro burgués aprobaron la nueva
aventura de Camacho (Montaño; Vollenweider, 2023).
En su obsesivo proyecto antichavista, la ultraderecha intentó seguir las huellas de Pinochet. Diabolizó al
proceso bolivariano y propuso extirparlo con un baño de sangre. Ese odio alcanzó la misma intensidad
que la denostación fascista del comunismo. Con esa tónica fue motorizada la movilización de los
sectores medios antibolivarianos.
Esa reiteración de guiones corroboró su total sumisión a los dictados de Washington. La ultraderecha
venezolana fue organizada, financiada y dirigida por el Departamento de Estado, con el mismo molde de
sus antecesores cubanos. También las reyertas suscitadas por el manejo del dinero y las conexiones con
la mafia, asemejan a los dos servidores caribeños del mandante yanqui.
La expansión de la ultraderecha en Argentina es más reciente y al igual que en Brasil despuntó en la
confrontación con un gobierno de centroizquierda. Los primeros destellos en las marchas callejeras
contra el kirchnerismo fueron capturados por el conservadurismo tradicional y catapultaron a Macri al
gobierno. Pero en la virulenta impugnación posterior de Fernández y Cristina, emergió la fuerza
reaccionaria de Milei (y en menor medida de Espert).
Ambos personajes se nutren de los grupos negacionistas forjados durante la pandemia, reúnen
formaciones violentas y aspiran a convertirse en una fuerza electoral de peso en los comicios
presidenciales del 2023.
Todas las tonterías económicas ultraliberales que enuncia están plagadas de inconsistencias y se
difunden por la simple complicidad del periodismo servil. Nadie le exige ejemplos históricos o
ilustraciones prácticas de sus absurdas propuestas de incendiar el Banco Central. Con esa mascarada
alimenta la reintroducción de un clima represivo, mediante apologías al terrorismo de Estado y
exaltaciones a la libre portación de armas.

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