En sus ojos azules se refleja sin disimulo el devenir de la historia. Solo ellos aparentan el tiempo joven que vivió sin prisa, los momentos trascendentales donde la ternura se mezcló con ese don de la mujer que nos hace más fuertes que los hombres.
Para ella, que no tuvo hijos, el cariño a los niños se esparce por todos los que están a su alrededor. Esas grietas significan empeño constante. El temblor de sus manos representa el batallar cotidiano en el hogar y en la textilera a la que dedicó gran parte de sus años.
Con el mote de Maxi anda altiva a pesar de sus años. Los niños y niñas del barrio la buscan a diario para que les haga un cuento o para recibir de ella alguna golosina que siempre tiene a mano. Es, en esos momentos, donde la felicidad le brota sin coto.
Construir el presente que tiene, no le fue fácil pero aún le quedan ganas de volver como Penélope a tejer sueños donde se coloree el mundo. Hoy todavía la sorprenden el rocío de la mañana y los primeros rayos de sol suspirando porque evoca momentos románticos de su juventud cuando aún añoraba un embarazo.
Muchas tratan de imitarla. Quisieran ser tan entusiasta para preparar una fiesta o cumplir con la guardia cederista. Le envidian su optimismo hasta en los momentos más difíciles. Y porque mantiene esa dulzura que la hicieron siempre encantadora.
Maximina Suárez fue la lajera destacada que emprendía largas jornadas de labor en su máquina de coser. Hoy es la vecina emprendedora, solidaria y amante de la paz, que reconoce en la gente de su barrio a la familia más cercana.
Saberse sencilla pero útil es para ella un motivo importante para vivir, especialmente cuando está rodeada de chiquillos.