Rubén Martínez Villena, en el trabajo que pone alas

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Rubén Martínez Villena renunció al ajetreo de concebir versos. Creyó que le arrancaban tajos del tiempo para el combate. No obstante, la poesía no dejó de brotar en cada rapto heroico del sujeto lírico. En cada página, cálida y prístina, hay una imagen, una metáfora, hasta una hermosa sinestesia para ejercitar a los sentidos en tareas distintas.

Vivió en la urgencia de quienes nacieron prodigios. A la manera de Mozart, del sufriente Heredia, como él herido por la tisis, o del mismo José Martí, comprendió bien temprano el carácter de la desgarradura. No permanecería muchos años en la estación terrenal. Había que encarar la existencia con la actitud febril que aún asombra por el valor personal, por el calado del quehacer.

El Apóstol de Cuba, por ejemplo, confesó en autos del alma que los Versos Sencillos nacieron en un invierno de angustia. Rubén iría más tarde, de batalla en batalla, desandando trincheras, abrumado por el agobio, tal vez por la misma sensación de hielo. Ahí estaría, sin falta, la mejor tarea del revolucionario: levantar, encender ánimos cuando el estallido parece apagarse.

Martiano por entereza y vocación, el muchacho de Alquízar encontró a lo mejor esa alternativa en aquella sencillez poética del Héroe, donde “a veces ruge el mar, y revienta la ola, en la noche negra, contra las rocas del castillo ensangrentado…” La decisión de no facturar poemas nuevos estaría allí, donde la lira renuncia a la pompa del rimador, en el mismo árbol marchito donde se cuelga la muceta de doctor.

Habría una inequívoca saga épica en la célebre Protesta de los 13, en el paraninfo de la entonces Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, donde se plantó cara a la corrupción de los poderosos, sin más armas que el espíritu límpido. O cuando emergió vanguardia del minorismo, o en el minuto de asumir la doctrina del Moro, de Marx, tal vez el único pensador decimonónico que sigue “dando guerra” en el siglo XXI.

Enjuto de carnes, de complexión débil, Rubén pareció un centauro en la cercanía física de la fiera, a la hora de defender a su hermano Mella, a punto de fallecer por anorexia en las garras del sátrapa. Escribió allí mismo, frente al tirano, el mejor ensayo para exponer qué es exactamente el comunismo, y de qué son capaces los comunistas de verdad.

Y después de su muerte a manos de matones machadistas, volvería a protegerlo con idéntico coraje, esta vez ante el juicio calumnioso. Los amigos de Julio Antonio idearon que el joven cubano se quedara en Moscú, en su único viaje a la Unión Soviética de 1928, para salvarle la vida. Pero la ojeriza del ítalo-argentino Vittorio Codovilla lo impidió. Rubén le saldría al paso una y otra vez al entonces renombrado personaje, sin reparar en las posibles consecuencias de chocar con un favorito del stalinismo.

Por ahí se canta todavía un son, como esos que no se escriben para el baile, donde está la pregunta necesaria: “¿Con qué pedazo de pulmón se hizo la huelga?” Nunca fue tan grande Rubén, como en esa hora en que vio próximo su final. Y decidió regresar del sanatorio soviético a compartir la suerte de sus compañeros de ruta.

El IV Congreso Obrero, el de la Unidad Sindical en Cuba, fue su tarea postrera. Expiró el 16 de enero de 1934 en el sanatorio habanero La Esperanza. Su amigo Raúl Roa hablaría luego de ese simbolismo en el minuto de la partida. Nadie duda que se marchó en plena faena, seguramente tras el sueño de Martí, el del trabajo que pone alas.

 

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