Pedestal

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Me enseñó a hacer soles y montañas, a cruzar el océano con un barco de papel, a sentir la bandera flotando en el corazón.

Fue mi primera maestra, Esmilcia Reyes, que por desdicha no está físicamente, aunque su voz arrulladora y su pulcritud impecable parecen surcar todavía el aula de prescolar en la escuelita de Cautillo Merendero, un barrio granmense del que han salido incontables profesionales, incluyendo muchos exalumnos de ella.

Nunca la vi gritar ofensas, ni siquiera en medio de aquellos terremotos estudiantiles, en los que no faltaban los proyectiles de plastilina, el alumno lanzándose de un pupitre y los coros atronadores después del timbre anunciador del receso. Cuando el bullicio y la indisciplina merecían ser aplacados bastaba con un cambio en su semblante, acompañado de una voz de ¡Por favor, silencio!

Y sí la vi llorar. Lloraba de emoción en las graduaciones, en las que nos entregaba un título simple que nos sabía a gloria; o cuando uno de sus pupilos, crecido no solo en tamaño, llegaba a su casa para contarle éxitos del preuniversitario o la universidad.

En ella se cumplía ese principio de Martí que enlaza la autoridad del magisterio con el ejemplo personal y el amor infinito a la profesión.

Si la evoco justamente este 22 de diciembre es porque tengo la certeza de que a lo largo de nuestra geografía muchos estarán pensando en sus maestros, semejantes a Esmilcia, que no solo supieron convertir nuestros primeros garabatos en letras o ecuaciones, también ayudaron a abrirnos el difícil camino de la vida.
Estoy seguro de que infinidad de personas en estos días de homenaje a los educadores se lamentarán por no haber comprendido antes —en la niñez o la juventud temprana— la grandeza de esos evangelios vivos, capaces de aconsejarnos con rectitud, regañarnos ante una infracción, acompañarnos en las excursiones, sufrir junto a nosotros por un examen estropeado.

¿Cómo no pudimos juzgar mejor esa lucha contra la alergia provocada por la tiza, la garganta lesionada por proyectar tanto la voz, la calma que tenían para soportarnos la trastada?

De seguro, en el torbellino de reminiscencias, surgirán las comparaciones y aunque digamos que han cambiado los tiempos probablemente también aseguremos que hacen falta muchos más maestros como Esmilcia, ajenos a privilegiar a un alumno por ser hijo de papá o a calificar exámenes en modo globo.

No sé si habrá sido una suerte o una pena haber estudiado en tiempos en los que no había distracciones por un teléfono celular en el aula en manos de un maestro o de los alumnos. Sí sé que los adelantos tecnológicos de hoy han de ser puestos en beneficio de la educación, que, como bien decían aquellos pedagogos, no es solo enseñar las tablas, los predicados o las civilizaciones de la Edad Antigua.

Sé que este día y todos los demás del calendario deberíamos inundar las redes sociales, los recuentos y las conversaciones de ejemplos como los de Esmilcia, que son muchísimos en Cuba. Ellos, maestros hasta la eternidad, merecen estar definitivamente en el pedestal de nuestras historias. (Osviel Castro Medel)

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