Tal parece que la música entrará definitivamente en las preocupaciones de los viajeros de estos tiempos en San José de las Lajas y otros lugares del país, según se observa en diferentes medios de transportación de pasajeros, donde la música produce rechazo en vez de la satisfacción para la que fue creada.
Lo digo porque con frecuencia, tengo que utilizar los medios de transporte al alcance de un cubano común y en tales casos la música se convierte en una agresión que verdaderamente llega a molestar y a producir dolores de oídos que pueden durar algunos días.
Y es que en la actualidad los choferes parecen sufrir de un síndrome de musicomanía, o lo que me aventuro a llamar musiquiatría, o algo que tenga que ver con el reemplazo del sentido común por un poco de ruido innecesario.
Este comportamiento puede observarse en cualquier medio de transporte, pero su molestia se siente con más fuerza, por ejemplo, en un almendrón o un panel, de esos, en que de por sí el hacinamiento es inevitable, a pesar del alto precio del pasaje.
En tales condiciones, el chofer amplifica la música apenas se sienta al volante, como si ese fuera el combustible que él usa para poder conducir y en ese acto no media pregunta alguna para ver si es del agrado de los pasajeros la música y los géneros que él exhibe, en su mayoría reguetón, cuyo ritmo, sonido, percusión, voz y texto desagradan a muchos.
Otro aspecto cuestionable del mismo problema es que generalmente hay mal balance de los tonos y las bajas frecuencias golpean hasta sobrepasar la tolerancia del tímpano y los sonidos agudos van acompañados de la mala regulación del twitter, como si alfileres pincharan el oído en cada acorde.
Este síndrome es frecuente también en el transporte obrero, camionetas tanto estatales como privadas e incluso autos de piqueras, sin contar que en muchas guaguas de la capital cubana a veces la música es espantosa y exagerada.
Cuando esto sucede, el chofer no tiene en cuenta el derecho de los viajeros a disfrutar del viaje en paz, pues este paga para que lo transporten, no para que le torturen. Además no todo el que va en un vehículo tiene el ánimo para carnavales, pues cada uno trae consigo sus circunstancias personales en las que no siempre se está precisamente para fiestas.
Durante el viaje las personas suelen pensar, reflexionar, organizar ideas o descansar la mente, algo imposible bajo la monotonía de la percusión y una letra casi siempre censurable.
Si a todo esto sumamos que la música desvía la atención del que maneja y dificulta la socialización entre pasajeros, creo que la discoteca sobre ruedas no siempre trae satisfacción, y por tanto, esa musiquiatría merece límites y mayor meditación de sus promotores, para bien de los oídos y el respeto de los viajeros.
Y no lo digo porque esté en contra de la música, pues reconozco el valor que ella tiene entre las artes, sino porque observo cómo se maltrata con frecuencia a los pasajeros en los medios de transporte público cuando la música se utiliza de manera indiscriminada a cualquier hora sin considerar el parecer de los viajeros.
Este comportamiento me parece un síndrome que me aventuro a llamar musiquiatría sobre ruedas por la falta de consideración en que se incurre cuando se pone música de cualquier factura, a cualquier hora del día o la noche y lo que es peor, sin tener en cuenta el espacio del vehículo y la regulación de la amplificación en cuanto a los tonos bajos y los twitters.
Al parecer este síndrome lo padecen los choferes en general, pero se hace más molesto en los medios de transporte público por la cantidad de personas que sufren las consecuencias, pues sucede en ómnibus de centros de trabajo, camionetas, máquinas particulares, guaguas articuladas o de cualquier tamaño, e incluso carros de piquera.
La musiquitría sobre ruedas consiste, pues, en el instinto de un número significativo de choferes de creerse con el derecho y la obligación de poner cualquier música apenas ponen en marcha el vehículo, es decir, como si el carro trabajara con el combustible y el chofer con la música, lo que equivaldría a decir: se detuvo porque se acabó la gasolina, o se detuvo porque se le acabó la música al chofer.
Quien en la actualidad monte en ciertos carros de alquiler, en cualquiera de sus modalidades, o en los de sueño Azul, verá que apenas se pone en marcha es como si dijeran el spot de Radio Camoa cuando anuncian que: llegó la música y a partir de ahí prepárese a oír un hit parade liderado por el reguetón con su sonoridad peculiar y la altísima calidad de sus educativos textos.
En ningún momento se pregunta si alguien quiere música o si alguien se opone y tampoco se piensa en que la gente durante el viaje necesita pensar conversar, reflexionar, organizar ideas o sencillamente viene de un hecho que no le dejó el ánimo como para ese festival obligatorio.
Reitero, no es que esté en contra de la música pero creo que los choferes deben reflexionar en cuanto a cuando poner música, que repertorio y cómo regular la amplificación y balancear los tonos para que los pasajeros no se vean obligados a sufrir durante un viaje una verdadera tortura musical sobre ruedas a causada por la musiquiatría.