En el nombre con el cual se fijaría por siempre en los intersticios del tiempo, estarían sin falta las estaciones todas de la rebeldía. Como hijo concebido fuera del matrimonio del padre Nicanor Mella, no podía tener su apellido. Por eso, en la documentación oficial siempre fue Nicanor McPartland Diez, con la seña familiar de Cecilia, la madre británica natural de Hampshire.
Fue él mismo, en la probable admiración a próceres de la república romana, que decidió reubicar su identidad. Usualmente se le reconoce como el maestro de aquella legión juvenil dispuesta a renacer la conciencia nacional en la década de 1920. En las páginas de la historia que escribió, como en la relación afectiva, fue Julio Antonio Mella. Nació el 25 de marzo de 1903 en La Habana, tal vez como esperanza de una nueva era: el convulso y tremendo siglo XX recién iniciado.
Venía de estirpe heroica. Su padre era el tercero de los cuatro hijos de Ramón Matías Mella Castillo, el General del Ímpetu, uno de los fundadores de la República Dominicana. Una hermosa negra, Longina O´Farril la musa inspiradora del trovador Manuel Corona definiría el carácter y la condición de cubano de aquel chico hijo de inglesa y quisqueyano.
La saga de Mella se encuentra en cualquier sitio querible de los cubanos, a pesar de los 117 años que nos separan de su llegada al mundo. Está por suerte en la investigación acuciosa de los historiadores Froilán González y Adys Cupull, que jamás escatimaron fuentes, desde el Archivo General de la Nación de México, hasta las guías telefónicas editadas en La Habana.
Julio Antonio aparece en la trilogía heroica de la juventud comunista de Cuba, que por cierto, no puede ser más heterodoxa a la luz del manualismo tradicional :el Che, crítico acerbo de los métodos soviéticos; Camilo, leal y humildísimo, que desapareció trágicamente antes de la definición ideológica de abril de 1961, y el propio Mella, sancionado por el Partido Comunista que él mismo fundó, que lo acusó de indisciplina, que jamás compartió la huelga de hambre como forma de lucha, ni su pensamiento abierto a las tendencias marxistas en boga, ni mucho menos, la posibilidad de alianzas con otras fuerzas.
Se conocen las páginas brillantes del Julio Antonio Mella como líder universitario, atleta destacado, joven preocupado por las relaciones con los obreros y los sindicatos. Pero se sabe poco de su infancia mártir, como él mismo la definió. En más de un texto se reclama rescatar los pasos del pequeño Nicanor por la sastrería de la calle Obispo, en el centro histórico de La Habana.
Algunas fuentes aseguran que, aquejada de una dolencia pulmonar, la madre británica debió de marchar a Estados Unidos, donde fundaría otra familia. El niño Mella y su hermano Cecilio quedaron al amparo del padre. Las medias hermanas, las hijas del viejo Nicanor con su esposa, jamás lo aceptaron. Y mucho menos cuando la casa de los Mella se convirtió en blanco de la policía, ante la actividad revolucionaria de Julio Antonio.
El joven apuesto, hijo del sastre más renombrado de La Habana, parece haber suscitado más de una envidia. En el seno ya del movimiento revolucionario, tampoco pudo librarse de ese encono emocional. El ítalo-argentino Vittorio Codovilla le odió vehementemente, y para colmo, utilizó todas sus influencias para que Mella no quedara en Moscú en la Internacional Comunista, como querían sus amigos, para protegerlo de la amenaza de muerte extendida por el tirano Machado.
Dicen que Codovilla se mofaba de los intelectualoides (así calificaba al joven cubano), y que hasta dijo: Estupendo funeral que debe preparársele a Mella con toda anticipación. En la memoria y en los libros se encuentran los amores de Julio Antonio: la Sarah Pascual enamorada, la Olivín Zaldívar (madre de su hija Natasha), y sobre todo Tina Modotti (la Tinísima, de Elena Poniatowska), que le acompañó en el minuto de morir asesinado una fría noche de enero de 1929 en una calle mexicana. Pero esa sería otra historia por contar. Se cierra el ciclo notable de 117 años de una vida conocida, pero curiosamente expedita.