Martí y Gómez: El abrazo

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Era septiembre de 1892. El Partido Revolucionario Cubano refrendaba en la obra de su Delegado la infinitud estratégica en tan solo cinco meses de fundado. En elección democrática, las emigraciones decidieron que el General Máximo Gómez fuera el jefe militar de la guerra que se preparaba. Y a República Dominicana marchaba José Martí a informarle al viejo guerrero la voluntad de los patriotas. Y, por supuesto, a pedirle que aceptara.

Pudieron existir entonces malos presagios sobre el final de la encomienda. Es posible que aún pesaran los ecos del rompimiento del Maestro con el Plan de San Pedro Sula en 1884. (El conocido Plan Gómez-Maceo.) Sí, aún resulta recurrente la carta del 20 de octubre de aquel propio año, en la cual Martí escribió la frase dura y dramática: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”.

Máximo Gómez jamás quiso responderla. Más o menos dijo que había recibido una carta llena de insultos, y que él no contestaba a los insultos. De paso, vale la pena recordar que Martí dejó pasar dos días para que reposara la impresión penosa, y que sus palabras no fueran el “resultado de una ofuscación pasajera”.

De todos modos, existen demasiadas pruebas de que la admiración mutua entre ellos jamás se apagó a pesar del incidente. Incluso se cuenta que Martí siguió asistiendo a encuentros de patriotas comprometidos con el aludido programa de San Pedro Sula. En uno de ellos, habría sido uno de los oradores que le deseó buena suerte a Gómez allí presente en la campaña por librarse, y seguidamente tendría un altercado personal con Zambrana, que estuvo a punto de terminar a golpes.

En una ocasión, alguien le planteó a Gómez haber encontrado a un hombre que escribía mejor que Martí. Cuentan que el Viejo le respondió en su tono áspero que no sabía lo que estaba diciendo, que mejor que Martí nadie podía escribir. 

De los grandes, solo pueden esperarse gestos a su imagen y semejanza. Y el Delegado del Partido Revolucionario Cubano emprendió viaje a la República Dominicana para entrevistarse personalmente con el gran estratega de la Guerra Grande.

El 8 de septiembre de 1892 se encontraba ya en casa de Ulpiano Dellundé en Cabo Haitiano. Dos días más tarde emprendió viaje a caballo hacia Laguna Salada. En Santa Ana visitó brevemente al cubano Santiago Messenet. Poco después, el Generalísimo lo recibió en su finca La Reforma.

El 13 de septiembre, Gómez y Martí se dirigieron a Santiago de los Caballeros, y se alojaron en la casa del médico cubano Nicolás Ramírez. Para la historia trascenderán las inolvidables “Cartas de Santiago”. Y como siempre, en cada texto del Apóstol habitará más de una premonición.

El Maestro vistió de ruego la demanda de los guerreros, para que “repitiendo su sacrificio ayude a la revolución” como jefe supremo. Y consignó para entonces y para el futuro: “Yo ofrezco a usted sin temor a negativa, este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”.

La respuesta de Máximo Gómez está en una de esas “Cartas de Santiago”. El héroe de Palo Seco y de Las Guásimas, suscribió la respuesta en su acostumbrado estilo lacónico: “Desde ahora puede Ud. disponer de mis servicios”. En la edición del 26 de agosto de 1893 del periódico Patria aparece el artículo “El General Gómez” donde el Delegado del Partido Revolucionario Cubano describe la emoción de aquel encuentro, con un retrato vibrante de la familia del guerrero quisqueyano. “Se abrieron a la vez la puerta y los brazos del viejo general”.  Y en profundo silencio, el abrazo fundador.

Muchos dirán luego que Martí sintió la envidia azul por el hogar de Gómez. Hasta escribió que nunca habría palacio mejor que la casa de familia. Tanto debe de haberlo emocionado que los tres hijos mayores del Generalísimo lo apretasen en sentido respeto y cariño. ¡Cuán grande debió de ser esa estirpe, cuando le dispensaban total afecto y tanta ternura a un hombre que viene a buscar al padre, al esposo, para que se incorpore a una guerra!

Como bien afirma la investigadora cubana María Caridad Pacheco, no fue un viaje de ida y vuelta. En la agenda del Delegado del Partido Revolucionario Cubano estaba igualmente recabar el apoyo a la causa independentista, pero también sembrando conciencia en torno a los peligros que ya él advertía sobre los pueblos de Nuestra América. Y sostuvo entrevistas con políticos, con intelectuales, con educadores de renombre.

En Santo Domingo pervive en la memoria colectiva el discurso pronunciado en la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País, donde un público esencialmente joven quedó literalmente iluminado con su verbo.

La propia investigadora del Centro de Estudios Martianos, recuerda que la gente de San Lorenzo de Guayubín en Montecristi conserva en oralidad el paso de Martí por aquellos confines. Y hablan de un Martí que tomaba sorbos de leche de cabra como si fuera asunto de ayer mismo. O de la piedra donde se sentaron él y Gómez. O del merengue que Martí bailó con las jóvenes de la comarca. “Pudiera ser leyenda de los pueblos –asegura María Caridad Pacheco—pero lo más importante son los lazos afectivos”.

En su programa en República Dominicana se inscribió su primer encuentro personal con Federico Henríquez y Carvajal el día 18 de septiembre, a quien le escribirá el 25 de marzo de 1895: “Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora”. Y todavía, un reclamo más: “Levante bien la voz: que si caigo, será también por la independencia de su patria”. Y el 21 de septiembre, a las cinco de la tarde, partió rumbo a Port-au-Prince, la capital haitiana.

Allá, en República Dominicana, quedaba el Generalísimo con la altísima responsabilidad de volver a cargar al frente del heroísmo. A dirigir los veteranos de la contienda prolongada y a los pinos nuevos de la revolución en ciernes. Se cumpliría el presagio del sacrificio y de la ingratitud de los hombres. Pero aquel abrazo de Gómez y Martí en septiembre de 1892 significó la fusión de dos tiempos, de dos sueños. Era la certeza de la continuidad de la epopeya.

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