La Casa de las Américas en la batalla de la vida

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Casa de las Américas es obra de una heroína del Moncada. Aquella fragua de luchas se encendió con la palabra del Apóstol. Eso parece significar el entusiasmo de Haydée: “Con pueblos nuevos, ley es esencial que una literatura nueva surja”. Así escribió Martí en la Revista Universal. Desde el triunfo extraordinario de enero, una familia de millones se descubría a sí misma.

Y precisaba, eso sí, de una casa. Para el reencuentro, son indispensables la experiencia milenaria de compartir un poema, la costumbre de facturar un cuento, la necesidad humana de congregar y pensar. Otra vez la lira, la tarea tremenda del griot, del juglar, la palabra de fuego en el drama, el intersticio difícil del ensayo.

El parto de prodigio de aquel abril de 1959 fue una premonición. Alguien habló de la era grande que empieza en estas tierras, cuando su gente irrumpe en la historia a la manera de sus volcanes. Esa fue, y sigue siendo, el papel del Premio Literario de la Casa de las Américas.

Habría que reconocerle al ángel de la fundación ese presentimiento. Haydée habló de reunir ese talento, validarlo en un proyecto de nobleza y de emancipación. Consciente o inconscientemente, regresaba la famosa tesis del Moro de Tréveris, el siempre subversivo teórico del comunismo, sobre la necesidad no solo de interpretar el mundo, sino también de transformarlo. En ese estado perpetuo de alma del que tanto hablaba Retamar, estaría sin falta la anunciación del boom literario que cambió quizás el canon escriturario del mundo.

El Premio Casa le tomaría el pulso a la capacidad infinita de este lado del Atlántico de recrear en texto su propia historia, sus costumbres, sus emociones, su identidad, mucho mejor desde la esperanza que dispuso otro horizonte el enero victorioso de Cuba. Apareció a la usanza misma de la Heroína: pura vibración, límpido, virtuoso, libre de componendas.

Es decir, pudiera haberse dado el caso de que alguna novela grande no fuera aquilatada por algún jurado, pero lo importante, esencial, revelador, sería la savia proteica de la creación, multiplicada y repartida. La Casa de las Américas se convirtió en una plataforma que lanzó al firmamento estrellas nuevas.

Cada recuento, como ahora en estos 65 años, resulta un ejercicio de honestidad intelectual. La Casa no borra de su catálogo ni a aquellos, como el señor Mario Vargas Llosa, que tanto abjura y reniega de su pasado. En el taller perpetuo, permanecen sus grandes novelas a pesar de tanto odio víscera adentro, de tanta bilis en la urdimbre de la piel. La institución no renuncia a ninguna pieza ejemplar del quehacer, siempre por la jerarquía artística, por el reconocimiento a los líderes espirituales de la humanidad.

Creció tanto la Casa a lo largo del tiempo. Se hizo definitivamente indispensable para tomarla desde todo el entramado de la creación artística. Creó sus propias categorías para interpretar al Caribe multicolor, para construir programas de auténtica emancipación por la mujer, por la condición afrodescendiente que nos habita, por la anfictionía latina en los confines del poder hegemónico global, por la memoria ancestral de los pueblos originarios.

Desde su distancia, la Heroína inspira, advierte, lucha. Su obra no se agota; jamás se apaga. El evangelio revolucionario de la buena nueva del Moncada, radica las distancias para saberla, interpretarla, amarla. “La casa es como un manantial perenne, de donde se sacan fuerzas diarias y nuevas, siempre frescas, y siempre poderosas, para la batalla de la vida”.

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