La decisiva acción del Ejército Unido Peruano-Colombiano en la Pampa de Quinua en diciembre de 1824, aparece en la premonición de El Libertador. Bolívar intuyó que allí acontecería el choque decisivo. Un verdadero hito por los siglos. El jurista prominente Joaquín Mosquera le preguntó poco antes: “¿Y qué piensa usted hacer ahora?” El caraqueño no se lo pensó siquiera un segundo: “¡Triunfar!”
A las órdenes del virrey del Perú, José de la Serna y Martínez de Hinojosa, el Primer Conde los Andes, permanecía el contingente militar realista más importante, de los pocos que aún podían sostener un lance grande. En ese sitio, el Padre Americano concibió partirle el espinazo al colonialismo hispano. Para el encuentro concluyente en Ayacucho, destinó al más grande de sus lugartenientes, el más capaz, el más leal: Antonio José de Sucre.
Habría hasta hoy un punto de discordia, que resuena incluso en la cátedra contemporánea. El patriotismo de El Libertador no conoció jamás de fronteras arbitrarias de los virreinatos. ¿Cuál es la polémica en torno a ese tema? En las huestes realistas tomó parte un número significativo de hombres de ascendencia aborigen, en tanto que las tropas libertadoras estaban integradas por gente de escenarios lejanos de aquel punto geográfico. Para muchos en el Perú, todavía hoy, eran extranjeros.
No eran confines extraños, ni mucho menos. Allá, en lo que sería el San Juan de la Frontera de Huamanga, aconteció la resistencia primigenia contra la conquista: el capítulo guerrero de Manco Cápac II, su caída, la ejecución de su hijo Túpac Amaru I. El tataranieto del primer soberano de Vilcabamba, José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II) brutalmente desmembrado en 1781 en el Cuzco, sufriría la misma angustia: enfrentar a hermanos, de la familia de los pueblos originarios, que integraron las tropas realistas.
La historiografía apunta cierta paridad de las fuerzas contendientes en la acometida. El dato, por supuesto no es tan real ni exacto. El enemigo peninsular llevaba ventaja numérica en el terreno y también en el volumen de fuego. En el Santuario Histórico de la Pampa de Ayacucho, del artista Aurelio Bernardino Arias, se pondera el papel de los seis generales que obraron el milagro del viraje definitivo, y el rostro del hombre que imaginó aquella página impresionante: Simón Bolívar.
Cannas, Constantinopla, Borodino, se inscriben en el canon del genio militar de todos los tiempos. También la batalla de Ayacucho. Fue la confirmación del brillo, de la capacidad intelectual, de las extraordinarias dotes de mando de Sucre. Recuerdo que el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, mapa mediante, se sorprendía por la ingenuidad inexplicable de ese hombre inmenso que muere en Berruecos, en una emboscada que él pudo y debió de haber advertido ante tantas evidencias.
El orden que siguió el gran mariscal sudamericano, se encuentra en los manuales y en el estudio indispensable de las academias del mundo. Cada lugar defendido por los batallones, las legiones, los granaderos, los húsares, remeda el origen del juego-ciencia, a la manera del formidable estratega que aquella vez desplegó magistralmente cada pieza gloriosa del ajedrez del Ejército Libertador del Sur.
Y la historia cambió para siempre. Habrá que regresar constantemente a aquel momento. A partir de entonces, fueron cayendo uno tras otro los baluartes realistas en las Américas. Y cada victoria ulterior refrendó páginas de inequívoca estabilidad de los nuevos estados. El topónimo ya entrañable, se sembró en nuevas ciudades para perpetuar la tanta grandeza de este lado del Atlántico.
Cuba, que asombró luego al mundo entero en su gesta casi en solitario contra tropas más numerosas de aquel mismo ejército peninsular, siempre aguerrido, mucho más reforzado, mejor equipado, con medios más modernos, eficaces, no dejó de buscar desde el heroísmo de sus hijos al Ayacucho del Caribe. Es la prueba de lo que inspira el valor, la idea límpida, el sueño de ser libres.