La fiesta innombrable de lo cubano que describe la poesía, remeda de cuando en cuando la fuerza telúrica de esta tierra. Aquel 17 de diciembre de 2014 pareció remontar mares, coronar montes, conquistar la estrella más remota. Martí escribió para un periódico sudamericano que la alegría embellece. “Y ¡cómo rejuvenece!”, apuntó. El regreso de Gerardo, de Ramón, de Antonio, supuso la obra hermosa que el tiempo no acaba.
Primeramente, había llegado René. Luego, Fernando. Ambos confesaron entonces que, en tanto sus compañeros de causa permanecieran injustamente encarcelados en los Estados Unidos, no habría dicha personal, ni libertad, ni justicia. Con su presencia en la Patria, la lucha logró nuevos bríos, otros colores, ideas realmente ingeniosas.
Jamás podría olvidarse las palabras del Comandante en Jefe el 23 de junio de 2001: “La inocencia de esos patriotas es total. Solo les digo una cosa: ¡Volverán!” Después se supo que Fidel compareció en aquella Tribuna Abierta en El Cotorro sin haber dormido, sin probar alimento alguno. En realidad, no era nada inédito en su bregar guerrillero, de acendrados hábitos nocturnos, de exigirle demasiado a su salud.
La causa de esos cinco jóvenes, rehenes de la venganza y del odio, en manos del enemigo, rasgó aquella mañana la emoción de un ser humano extremadamente sensible. Aún se recuerda el doloroso desvanecimiento de un gigante moral en plena tribuna. Era, creo, la primera vez que hablaba en público sobre el arresto de los compañeros. Él, que se consideró siempre militante del partido de los apurados y de los inconformes, sabía –como nadie—que la batalla duraría años. Y que se tornaría en extremo compleja y dura en el escenario hostil de La Florida.
La perfidia del vecino poderoso fue inaudita esa vez. El espantajo terrorista gravitaba también sobre su territorio. Entonces accedieron a intercambiar con Cuba. Desde aquí, se les extendió toda la información disponible. Los interlocutores del Norte se marcharon con la promesa de investigar y dar una respuesta. Y cínicamente la dieron la mañana del 12 de septiembre de 1998, echando puertas abajo, esposando las manos del valor callado.
Como se sabe, inicialmente eran 10. Unos cedieron a la humillación y al chantaje. Parece un nexo constante en las criptas del reloj de la memoria insular: puede haber un Zanjón, pero jamás faltará un Baraguá como respuesta. Y cinco hermanos escribieron otro capítulo “de lo más glorioso de nuestra historia”. No solamente resistieron la prueba terrible del aislamiento inhumano y atroz. También soportaron con bravura y estoicismo el sambenito de la difamación.
Aún el poder hegemónico global los califica de espías, cuando jamás recabaron la más mínima información sensible que hiciera peligrar la seguridad de los Estados Unidos. ¿Cómo entender ese engendro legal que los acusaba de semejante delito, cuando el resultado de la acción de los compañeros se compartió con las agencias de ese país? Jamás Cuba ha tenido en sus manos datos que impliquen una amenaza, ni los busca, ni tampoco cuenta con la infraestructura ni los medios para concretarla.
Contra Gerardo Hernández Nordelo se ensayó la acusación más grosera y miserable: conspiración para asesinar. La mejor prueba está en la sobrevivencia de los propios terroristas. La Revolución Cubana tiene la relatoría más limpia del mundo. A prueba de lealtad y de quehacer profesional, logró capacidad operacional para acometer acciones comando en cualquier parte. Pero jamás ejecutó extrajudicialmente a ninguno de sus enemigos, muchos de ellos con las manos manchadas de sangre.
El gobierno de los Estados Unidos sabe que la inteligencia cubana detectó cierta vez un plan de atentado para asesinar al presidente Ronald Reagan. Y ese era el hombre del Programa de Santa Fe, que contemplaba la invasión directa contra Cuba. Por indicaciones del propio Fidel, recibieron todos los detalles disponibles. Y el halcón republicano se salvó.
Cuba y Estados Unidos reconocieron hace 10 años el papel del Papa Francisco para lograr un intercambio de prisioneros y avanzar en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas que Washington rompió en enero de 1961. Por eso, muchos vieron como un acto de gentileza hacia el Jefe del Vaticano, nacido en Flores, Buenos Aires, el 17 de diciembre de 1936, que esa fecha deviniera signo de tregua. El regreso de los héroes fue la alegría de millones en este escenario del Caribe. La Oda de Schiller radica a seres que se vuelven hermanos desde esa joya milagrosa del contento. Para el Apóstol de Cuba, es cierta, la impresión pura, el vino del espíritu.