El hombre que salvó la idea que fraguó a la Revolución

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Enero trae en sus manos el amanecer. Y también la hora exacta del reloj de la Revolución. En ese estallido del alba tiene un sitio el teniente Pedro Manuel Sarría Tartabull, un nombre que se difumina en la palabra y en la gratitud de Fidel. Está en la oralidad del alegato y en la cristalización ulterior de ese libro que devino Programa del Moncada.

El hombre vino al mundo en Cienfuegos, en el justo centro de la Patria que mira al mar como ruta constitutiva de la nación y al Sur del simbolismo geográfico de una familia de millones. La fecha de nacimiento parece igualmente una premonición: el primero de enero de 1900. El calendario reclama el tributo en la edad notable de un compatriota de honor.

Aquella primera estación de Sarría supuso un tiempo brumoso, de tantas dudas, cuando no se pudo impedir a tiempo la injerencia del vecino poderoso, como el Apóstol reclamó en su testamento político pocas horas de su heroica caída en combate en Dos Ríos. Pero tal vez el día radicó desde el principio la lumbre posible de la obra grande de su pueblo.

El día del triunfo, por cierto, el entonces teniente estaba cumpliendo 59 años. Cada escala suya iría marcando, una tras otra, las batallas de Cuba a lo largo del siglo XX. Por lo visto, fue una curiosidad que él siempre llevó latente. A Playa Girón, dos años después, no pudo ir. Alguna que otra vez lo recordaría con cierta desazón.

Pero aquel primero de enero de 1959 había en el aire otra fiesta de mayor portento, más allá de la suya, con la suerte repartida para tantos hermanos. Sarría se encuentra entonces con el líder. Le cuenta de la corte marcial que la cúpula castrense batistiana le había tendido a manera de venganza. Fidel le responde que ya nada de eso tendría validez, que una nueva era estaba naciendo.

La página no dejará jamás de trascender en la historia. Fue aquel primero de agosto de 1953, seis días después del ataque al cuartel Moncada en Santiago de Cuba. Una patrulla al mando del teniente Sarría, sorprende a Fidel y a dos compañeros suyos en los primeros claros de la aurora en una vara en tierra, en pleno campo.

La tensión que se vivió allí es bastante conocida. Incluso, se ha dicho que entre los números se encontraba un soldado que había perdido a un hermano en la balacera del 26 de julio. Daba muestras de nerviosismo, predispuesto a dispararles a los prisioneros. El Jefe de la Generación del Centenario, con las manos atadas, ni se desmoraliza ni hace silencio. Pregunta por la causa de la exasperación del efectivo. Le hablan sobre la experiencia dolorosa que le ha tocado vivir. A manera de réplica le aconseja al hombre que se calme, que él había acabado de perder a 70 hermanos, cruelmente asesinados.

Una frase de Sarría cortó de un tajo los bajos instintos. “Las ideas no se matan”, exclamó. Otra vez el ritmo octosilábico de la lengua española extiende un sintagma conclusivo, decisor en el devenir histórico. ¿Qué circunstancias hicieron posible que concurriera al sitio del arresto un militar de diáfana eticidad, y no una de aquellas fieras sedientas de sangre?

Siempre la poesía guarda en su regazo claves para dilucidarlo. El catolicismo de Lezama habría perfilado la idea del azar concurrente. Otras religiones apuntarían el aché del Comandante que jamás lo abandonó. Como bien recordaba luego Fidel, el teniente lo salvó más de una vez.

Sarría se negó a entregar al prisionero al comandante Pérez Chaumont, un oficial asesino de mayor graduación que la suya. Y como si fuera poco, desobedeció la disposición de llevar a Fidel y a sus compañeros hacia el Moncada, donde los habrían ultimado. Y luego, ante el temor de que hubiera agentes vestidos de civil entre los curiosos conglomerados en la entrada del vivac, ordenó dispersarlos con disparos al aire. Así evitó la posibilidad de una ejecución extrajudicial al final de la ruta.

En libros, en monumentos, en la oralidad popular, aún ocupa su puesto el decoroso militar, que siempre conjugó su vida en tiempo de dignidad. El testimonio completo quedó registrado en la propuesta Mi prisionero Fidel. Recuerdos del teniente Pedro Sarría, del ya fallecido colega Lázaro Barredo Medina, publicado por la Editorial Pablo de la Torriente. Ahí están, en primerísima persona, las distancias de un hombre que atajó el crimen, que salvó la idea que fraguó a la Revolución.

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