El asesinato del mariscal Sucre

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Siempre atento a la vibración histórica de las Américas, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz recordaba alguna vez el asesinato del mariscal Antonio José de Sucre. En su permanente preocupación por la paz en Colombia, significando zonas de operaciones del ejército y de las guerrillas, reparó en un mapa en aquel apartado paraje donde fue emboscado el genio de Ayacucho hace 190 años.

Esa muerte tendría un enorme peso en la historia ulterior de esta parte del mundo. El líder de la Revolución Cubana  no dejaba de preguntarse por qué un hombre tan brillante, de talento probado en el campo de batalla y ante componendas políticas, se comportara esa vez de manera tan ingenua, que marchara casi solo por una ruta que a todas luces –y él más que nadie debía de saberlo—era una trampa segura.

La historiografía asegura que el sueño de una expedición a Cuba jamás abandonó a El Libertador, incluso cuando su proyecto de patria grande naufragaba. Desde la primera conciencia, nos acompaña aquel apunte doloroso de Martí: “Bolívar murió de pesar del corazón más que de mal del cuerpo, en la casa de un español en Santa Marta”.

El asesinato del mariscal Antonio José de Sucre el cuatro de junio de 1830, derribaría definitivamente a aquella voluntad ya sin poder ni salud. La novela El General en su laberinto, de Gabriel García Márquez, trasuda la agonía de un hombre inmenso que ya solamente viviría algo más de seis meses después del crimen.

Aquel nombre se difuminará como topónimo por las Américas, como él mismo consagró la conciencia y la identidad de estas tierras. En la “Introducción Necesaria” del Diario del Che en Bolivia, Fidel aludía aquel simbolismo en el proyecto del Guerrillero Heroico en un país cuyo nombre es un tributo a El Libertador, y cuya capital histórica resulta un homenaje al Mariscal.

Sucre encarna el carácter y la vocación de millones muy al margen del paso del tiempo. Ayacucho será para siempre paradigma de independencia, en el sueño inacabable de emancipar. Así transita en la propia epopeya del Caribe, donde los mejores guerrilleros buscaban el Ayacucho cubano, como permanencia útil de la gesta del inolvidable Antonio José, el admirado Mulenque de sus subordinados, el amigo fiel de Bolívar. Y tal vez sin pretenderlo, concibió un hogar en la oralidad de tantos pueblos a la vez. Deviene leyenda ese recuerdo apegado firmemente a la suerte de tantos, convertido en clave popular querible, por donde pasó hace 190 años (dicen muchos) la última oportunidad de estar unidos.

El crimen aparece igualmente en los libros y en la tradición oral. Marchaba Sucre a Ecuador, para mantener la unidad de la Gran Colombia. Se sabe que le planificaron más de una emboscada, en virtud de las posibles rutas del Mariscal. Lo logró en las montañas de Berruecos, el general José María Obando. Hasta hoy llegan los nombres de los sicarios: José Eraso, Apolinar Morillo y Juan Gregorio Sarría. Pintores y grabadores extienden la imagen posible del cadáver en aquella angostura de fango en un bosque solitario.

Era la certificación del derrumbe. “La bala cruel que hirió el corazón –escribió Bolívar—mató a Colombia y me quitó la vida”. El documento significa al patrimonio al que necesariamente regresamos hoy, en este milagroso renacer de El Libertador, que como hemos visto, no está exento de peligros.

Para la conciencia revolucionaria, resulta indispensable que los hermanos se unan de una vez. A su muerte hace 190 años, el hombre de las campañas admirables creyó haber arado en el mar. Pero aún persiste el reclamo de Martí, tantas veces repetido por Fidel, de que Bolívar tiene que hacer en América todavía. La historia, tantas veces caprichosa, parece recuperar el legado del Mariscal asesinado el cuatro de junio de 1830 en Berruecos, y hasta validar aquella frase, en su última carta a El Libertador: “Sea Usted feliz en todas partes”.

 

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