Foto: Tomada de internet
Nació el 10 de diciembre de 1902 con el nombre de María Mercedes Loynaz Muñoz, aunque desde niña fue siempre Dulce María. En la cercanía afectiva de la familia, como en el registro académico de la literatura y de la lengua, esas fueron sus señas reconocidas. Y así no ha dejado de trascender.
En el poemario Alas en la sombra, de los hermanos Loynaz, describió los últimos días de una casa. Para Dulce María era repasar su propia vida. Y llegó al mundo en el amanecer del siglo XX en un hogar de plenitud creadora y de patriotismo.
El padre, Enrique Loynaz del Castillo, el General, el amigo del Titán, el admirador del Apóstol, con la colaboración del músico Dositeo Aguilera, aparece como el autor del Himno Invasor, donde el decasílabo (límite del arte menor con el mayor en el verso), transita en la hermosa y conmovedora marcha que coloreó una de las hazañas militares más grandiosas de la historia. Esa sensibilidad y esa portentosa fuerza, habitan en la obra de Dulce María Loynaz.
El Premio Nacional de Literatura 1994, Miguel Barnet Lanza, la fijó en el tiempo con la imagen más justa y exacta: una mujer con la rosa en una mano y el látigo en la otra. Jamás fue de palabra complaciente. Mucho menos servil. Quien la conoció, guarda al menos un lance donde se cruzan los aceros.
Recuerdo puntualmente el caso del mismísimo Federico García Lorca, a su paso por Cuba en 1930 invitado por el sabio don Fernando Ortiz. El granadino, quien –se dice—llegó a la casa de los Loynaz atraído por los ojos del hermano Enrique, vivió allí el inevitable encontronazo con Dulce María.
Por cierto, la casa de 19 y E en El Vedado de la Premio Nacional de Literatura 1987, Premio Miguel de Cervantes 1992, recuerda ese encuentro con una sala a la memoria del poeta y dramaturgo asesinado en 1936 por los franquistas, pero en honor a la verdad, el hogar de los Loynaz estaba en Línea y 14, ahora una ciudadela ruinosa, que por los inquilinos actuales y por la memoria histórica debiera ser recuperada.
En una entrevista con el periodista Armando Chávez Rivera, compilada en el libro Memorias de papel, el autor la describe como una mujer que ha vivido tanto, que puso asistir a su ocaso y luego a su renacer. La distendida existencia también le confirió la oportunidad irremediablemente dolorosa de ver morir uno a uno a sus hermanos, a quienes había visto nacer.
Como muchos próceres de la epopeya cubana, Dulce María Loynaz discurre desde el Derecho, desde la percepción del mundo de las leyes. El narrador y el sujeto lírico en su vasto legado literario, articulan propuestas con su sentido muy personal de justicia. Poco antes de morir, quiso que la recordaran aunque pasaran 200 años. En ese reclamo, los cubanos tenemos sin falta una fórmula de sobrevida.