Fue a todas luces un acto de despojo. Ante la lógica resistencia de uno de los negociadores hispanos en la capital francesa, la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena, la tatarabuela del actual monarca Felipe VI, escribió que España se resigna a la penosa tarea de someterse a la ley del vencedor, por muy dura que sea
Las conversaciones se iniciaron el primero de octubre de 1898. El reino peninsular exigió la devolución de Manila, capturada por los yanquis horas después de la firma del protocolo de paz en Washington. Solamente quería ceder Mindanao y las islas de Sulú, y mantener su administración sobre el resto del archipiélago filipino. Por supuesto que Estados Unidos se negó.
La mayor parte del tiempo se discutió en torno a Cuba. Como se sabe, la nueva potencia imperialista no permitió que algún representante de la tierra antillana insurgente participara. La anexión era un viejo sueño, pero no parecía empresa fácil a pesar de la labor de zapa contra la unidad de los revolucionarios. Y para colmo, se había hecho mucho ruido con la famosa Resolución Conjunta, donde se registró la idea de la independencia.
La deuda de Cuba fue otro tema muy controversial. Los diplomáticos peninsulares pusieron grandes reparos, pero al final tuvieron que aceptarla. No hay palabra fortuita en el articulado. España renuncia a todo derecho de soberanía o de propiedad sobre la isla. Interpretando oportunistamente el error de españoles y cubanos de considerar a Cuba una isla y no un archipiélago, tratarán luego de arrebatarle la Isla de Pinos.
En el resto se consigna que España entrega Puerto Rico y las islas bajo su soberanía en las Indias Occidentales, la isla de Guam, y el archipiélago conocido por las islas Filipinas. Por estas últimas, Estados Unidos pagó 20 millones de dólares. Los filipinos, que ya habían declarado su independencia desde el 12 de junio anterior, se opusieron lógicamente a un convenio donde eran una simple transacción de compra-venta.
Y sobrevino una guerra desigual, que algunos califican como la primera guerra de liberación del siglo XX. Poco se habla del genocidio del que fue víctima un pueblo en manos de los magnánimos libertadores norteamericanos, donde los cálculos más conservadores aseguran que murieron en combate 20 mil filipinos y que millón y medio de civiles perdieron la vida. Con numerosas bases militares en su territorio, Filipinas solamente obtendría su independencia en julio de 1946, con una profundísima herida de identidad. Casi todos los nombres y apellidos siguen siendo españoles, pero el idioma de su poeta nacional, José Rizal, prácticamente no se habla.
A la hora de firmar aquel acuerdo que en la práctica era un atraco, sobre España gravitaban otros temores que la obligaban a ceder. La monarquía pensaba con mucho fundamento que el conflicto podía alcanzar a las islas Canarias y Baleares, o llegar a Guinea Ecuatorial o a sus posesiones en el norte de África. La decisión de entonces, por lo visto, contribuyó a que algo se conservara.
El Tratado de París fue firmado el 10 de diciembre de 1898 en el Salón del Quai de Orsey, en la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia. El Senado norteamericano lo aprobó con un solo voto más de los dos tercios necesarios en febrero de 1899, y el Congreso lo ratificó en abril. Las Cortes en Madrid lo rechazaron, pero la regente lo rubricó a pesar de que siempre se dijo que la inhabilitaba el artículo 55 de la Constitución de 1876.
Por aquellos mismos días en que Estados Unidos desvalijaba a la decadente España de sus posesiones, una delegación cubana se hallaba en Washington para viabilizar la desmovilización del Ejército Libertador. En medio de esa misión, falleció el General Calixto García Íñiguez. Es casi seguro que se buscaba de paso el reconocimiento a las instituciones cubanas por el gobierno norteño. Pero eso jamás se logró.
Las consecuencias del Tratado pronto se hicieron sentir. Cuba se vio de facto en tierra ocupada por otra potencia. El ejército regular hispano se marchó, pero Estados Unidos jamás habló de la retirada del cuerpo paramilitar de los rayadillos. Se les dejó así una fuente potencial de conflictos a los independentistas. Luego impusieron la Enmienda Platt, que la mutiló en términos políticos y de soberanía, y el Tratado de Reciprocidad Comercial que, como ellos mismos reconocieron, no era nada recíproco. Se abría entonces una nueva etapa histórica en que poco a poco iría cristalizando la conciencia antiimperialista de los revolucionarios cubanos.