China no improvisó su arrollador desembarco en América Latina. Diseñó un plan estratégico de expansión codificado en dos libros blancos (2008 y 2016). Primero jerarquizó la suscripción de Tratados de Libre Comercio con los países conectados a su propio océano. Posteriormente incentivó la articulación de esos convenios, en el conglomerado zonal de la Alianza del Pacífico (AP).
Esa avanzada comercial fue sucedida por una oleada de financiamiento, que en la última década alcanzó 130 mil millones de dólares en préstamos bancarios y 72 mil millones en adquisiciones corporativas. Esa consolidación crediticia fue afianzada con una secuencia de inversiones directas, centradas en obras de infraestructura para mejorar la competitividad de su abastecimiento.
Esa enorme red de puertos, caminos y corredores bioceánicos abarata la adquisición de materias primas y la colocación de los sobrantes industriales. América Latina ya es el segundo mayor destino de ese tipo obras, que se expanden a un ritmo galopante. Con el soporte chino se construyen actualmente nuevos puentes en Panamá y Guyana, metros en Colombia, dragados en Brasil, Argentina o Uruguay, aeropuertos en Ecuador, ferrocarriles e hidro vías en Perú y carreteras en Chile (Fuenzalida, 2022).
La adquisición de empresas se concentra en los segmentos estratégicos del gas, el petróleo, la minería y los metales. China apetece el cobre de Perú, el litio de Bolivia y el petróleo de Venezuela. Las firmas estatales de la nueva potencia desenvuelven un papel protagónico en esas capturas. Anticipan o determinan la presencia subsiguiente de las compañías privadas. El sector público chino alinea todas las secuencias a seguir en cada país, en función de un plan diagramado por Beijing.
La entidad financiera de ese comando (Banco Asiático de Inversión en Infraestructura), provee los fondos requeridos para elevar las tasas de inversión directa a los niveles récord de la región. Esos promedios anuales saltaron de 1.357 millones de dólares (2001-2009) a 10.817 (2010-2016) y transformaron a Latinoamérica en el segundo mayor destino de colocaciones de ese tipo.
China comienza a coronar su penetración económica integral con la provisión de tecnología. Ya disputa la primacía de sus equipos 5G, a través de tres empresas insignias (Huawei, Alibaba y Tencent). Negocia contra reloj en cada país la instalación de esos equipos, en choque con sus competidores de Occidente. Logró acuerdos favorables en México, República Dominicana, Panamá y Ecuador, mientras tantea la predisposición de Brasil y Argentina (Lo Brutto; Crivelli, 2019).
China captura los mercados de América Latina, combinando audacia económica con astucia geopolítica. No confronta abiertamente con el rival estadounidense, pero para concertar convenios exige a todos sus clientes la ruptura de relaciones diplomáticas con Taiwán.
Ese reconocimiento del principio de “una sola China” es la condición de cualquier acuerdo comercial o financiero con la nueva potencia. A través de esta vía indirecta, Beijing consolida su peso global y corroe el tradicional sometimiento de los gobiernos latinoamericanos a los dictados de Washington.
Ese resultado es muy impactante, en una región tan sensible a los intereses de Estados Unidos. El gigante del Norte siempre privilegió la cercanía de esa zona y su gravitación para el comercio mundial. China penetró en ese corazón de la influencia yanqui, erradicando a las delegaciones taiwanesas y transformándose en el segundo socio de la zona.
Durante la pandemia, China añadió otra carta al coctel de atracciones que pone a disposición de los gobiernos latinoamericanos, para ganar su favoritismo. En el dramático escenario prevaleciente durante la infección, desenvolvió una inteligente diplomacia del barbijo con grandes ofertas de las vacunas. Aportó el material sanitario que la administración de Trump retaceaba a sus tradicionales protegidos del hemisferio.
Beijing proporcionó cerca de 400 millones de dosis de vacunas y casi 40 millones de piezas sanitarias, cuando esos productos escaseaban y Washington respondía con indiferencia a las peticiones de sus vecinos del sur. El contraste entre la buena voluntad de Xi Jin Ping y el brutal egoísmo de Trump añadió otro impulso a la aproximación de América Latina con China.
Los críticos imperialistas de la presencia asiática, tampoco omiten la reiterada contraposición entre la democracia que propicia Washington y el autoritarismo que alienta Beijing. Pero la difusión de ese mito choca con el récord de dictaduras diseñadas por el Departamento de Estado para la región.
Estas confesiones ilustran el grado de retroceso imperial que constata una parte de la elite estadounidense. Observan con más realismo la estratégica pérdida de posiciones en el propio continente, sin encontrar recetas para revertir ese repliegue