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Ángel Ameijeiras en el Ministerio de la Lucha

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El calendario, la numerología, el azar concurrente radicado en la poesía, ponderan el 8 de noviembre en la historia. En esa fecha de 1957, Machaco Ameijeiras aún estaba preso en el Castillo del Príncipe, y Sergio González (El Curita) era el tormento clandestino para el régimen. La Habana vivió en aquel momento la Noche de las Cien Bombas. Exactamente un año después, se escribiría otra página imborrable de arrojo.

Ya para entonces El Curita había sido asesinado. Y Machaco ocupaba su puesto. El Ángel de la lucha en las calles, lograba desfasar el stress natural que habita al combatiente de la ciudad. Tal era su sangre fría. Y lo  hacía con su habitual energía, esa inquietud que, según dicen, le coloreaba el espíritu desde el mismo amanecer de su existencia.

Conocedor de cada intersticio de la capital, temeridad pura, el Hombre de Chaparra se echó sobre sí los perros de presa de la tiranía, como quien quiere hacerlo todo en un solo rapto y quitarles el demasiado peso de encima a sus hermanos.

El cerco sobre él se cerró dramáticamente. Si miramos ahora hacia atrás en el tiempo, comprenderíamos mejor que la dictadura vivía ya sus últimos estertores. Tal vez sea el instante más comprometido cuando la fiera se siente y se sabe mortalmente herida. El hoy famoso apartamento de Santos Suárez, allá en la esquina de Goicuría y O’Farril le pareció lo suficientemente seguro como un oasis en un desierto de peligros.

En los libros aparece que posiblemente acaeciera una delación. Pudiera ser. Cualquier error de cálculo, la indiscreción de alguien, o que algún compañero no observara debidamente la compartimentación, la falla más simple, haría discurrir la información hasta el alto mando de la policía batistiana como evidentemente ocurrió.

La bruma, la noche, la intemperie, son lugares comunes donde se desenvuelve la traición, por donde circula y mora el crimen. En el epílogo del filme Clandestinos, el director cubano Fernando Pérez transpuso en cine de ficción aquella página donde aparecen juntos, en misterioso concubinato, el heroísmo y la tragedia. Alguien anotó para la historia que la primera ráfaga contra el escondite de los revolucionarios rasgó la tranquilidad de la madrugada a las 2:00 de la mañana del 8 de noviembre de 1958.

Fidel diría después que Ángel y sus hermanos remedaron en proeza a la estirpe de los Maceo. Machaco y sus compañeros comprendían perfectamente que para el combatiente vertical, consecuente con su noble causa, no había otra opción que defender hasta las últimas consecuencias aquel reducto de los hombres libres.

Nadie claudicó ni se rindió. En cada alusión del hecho se repite que a lo mejor fue el combate urbano más grande de la guerra de liberación. Por el tiempo transcurrido, por la intensidad del fuego cruzado, es casi seguro que lo sea. Sin falta. Sin parangón. El Jefe de Acción y Sabotaje en la capital, el sustituto de El Curita, escribió aquella madrugada un capítulo digno de esa investidura que confieren el valor y el altruismo más claro en el escenario del peligro.

Solamente así, aquellas hienas  sedientas de sangre lograron franquear el apartamento. Allí saciaron su venganza y posiblemente sus miedos. Y asesinaron a Machaco y a sus compañeros Pedro Gutiérrez y Rogelio Perea (Rogito). La esposa de Ameijeiras, Norma Porras Reyes, fue capturada embarazada y herida. (Falleció hace solo dos años en La Habana, víctima de un shock séptico, a la edad de 83 años.)

El 8 de noviembre constituye, pues, recuento. Todavía resuena en la memoria, en textos ejemplares, en la oralidad, en cada encuentro con los viejos combatientes de aquel minuto decisivo, el ajetreo de la lucha clandestina, la inolvidable Noche de las Cien Bombas, en la que circuló como un susurro la orden de El Curita de que ningún inocente saliera herido. También circula el combate postrero de Machaco, palabra de hombre, acción de prócer, actitud de emancipador que como Jesús muere a los 33 años, en el Ministerio de la Lucha.

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