Para la inspiración del talento verdadero, basta cualquier suceso por muy simple que parezca. Dicen que diariamente pasaba por el frente de la casa de Miguel Matamoros un pregonero a quien solamente conocían por su apodo: Mayor. Cada vez que concluía su pasaje musical, exclamaba: “¡Huye!” Un día, el vendedor ambulante no volvió más a promover su mercancía con su canto. Pero el célebre compositor cubano lo regresó para siempre en uno de los mejores y más extendidos pregones de la historia de la música cubana: El que siembra su maíz.
No se supo jamás si el tal Mayor se fue con su música y venta a otra parte, si dejó su oficio, o si repentinamente se marchó de este mundo de vivos; pero Miguel Matamoros le confirió vida eterna, lo transformó en suceso cantable y bailable, en acto colectivo y compartido por millones de seres en Cuba y fuera de sus fronteras, y le dispensó un sitio en el estudio musicológico.
Y en esa suerte de multiplicar la vida desde la concepción musical, el propio Matamoros se hizo perennidad, hecho trascendental que remonta irremediablemente a la muerte. El calendario musical apunta que el viejo trovador falleció el 15 de abril de 1971, pero el legado rebasa ese hecho físico que cierra al ciclo vital de cualquier ser humano.
Muchas veces he dicho (y vuelvo a repetirlo) que Lágrimas Negras, de Miguel Matamoros, constituye un retrato ejemplar de la cubanidad. Después de describir en canción a la peor de las amantes (las lágrimas negras son lo más profundo del sufrimiento), la pieza deviene entonces un son, un hecho para divertir, y califica de santa a la mujer que le infiere la más alevosa de las heridas en el alma. La fiesta innombrable de la cual hablaba Lezama, que puede concebirse desde el mismísimo dolor. Es la capacidad de burlarse hasta de la prueba más cruenta.
Miguel Matamoros murió efectivamente el 15 de abril de 1971; pero una pródiga obra lo fija sin falta al vivir, a la memoria perpetua. Los temas Son la Loma y Juramento, se cantan en cualquier lugar del mundo, sin límites de edad. Habrá que recordarlo inexorablemente.
Aún su música es útil, funciona en cualquier comunidad humana, sin que la Torre de Babel sea un verdadero problema. En alguna pieza advirtió que quien olvida recoge esquiveces, dondequiera que siembre la flor de la amistad. Pero en su extraño Reclamo místico, pide encarecidamente que no lo quieran, que lo olviden. Pero al final de la página, Matamoros dice algo que resulta un epitafio: “Mira que si muriendo tu voz escucho, pueda después de muerto que te responda”.