Las tablas llegaron al mundo para obrar en fiesta la prioridad de romper moldes, trocar actitudes, alcanzar complicidades. Raquel Revuelta resulta teatro en plenitud. Nació el 14 de noviembre de 1925, justamente en el centro de la década donde la historiografía cree advertir el despertar de una conciencia nacional dormida. Parece hija de ese tejido misterioso que confecciona el saberse cubano, pero sobre todo la voluntad de serlo.
El hogar de la nacencia reúne signos de un lado y del otro del mar, como confirmando en la cotidianidad heroica de la familia, la premonición del famoso Manifiesto de Montecristi, escrito por el Apóstol de la Patria, y que el más grande guerrillero de las Américas suscribió sin cambiarle una letra, sin quitarle una sola coma. Padre español, madre cubana.
La otra Península, la amable y querenciosa, regresó en sus hijos en otro siglo posterior a construir y a compartir la misma esperanza. Raquel Revuelta trae desde el propio amanecer de su existencia ese sueño compartido de imaginar la Utopía, de hacerla posible, aunque sangren las heridas almas adentro.
En el drama, se sabe, se halla la más límpida certeza de su trabajo. Raquel creció en el texto canónico donde la maquinaria épica del Olimpo tendía emboscadas trágicas. Y, desde luego, con el legado indispensable de Ibsen, de Thomas Job, de Emile Zola, de Antón Chejov, de Tennessee Williams. El continente personal de la artista llevaba su encanto, pero también algo inexplicable habría en los colores de su voz.
Debe de haber sido por eso que brilló sin falta en todas las escalas posibles: en las tablas, en la radio, en la televisión, en el cine. Usualmente, se habla de la teatralidad de lo cotidiano. Era de puertas abiertas su casa en El Vedado.
La anfitriona dispensaba siempre una función de bienvenida, vestida invariablemente de blanco, rostro aparentemente hermético, donde apenas se dibujaba una sonrisa de complicidad. Allí, en cada intersticio del reloj, estaba su destino: pensar, actuar, instruir, sembrar la sensibilidad en la actitud de sus hermanos.
Generalmente, los novelistas reúnen en su ser emociones encontradas: fijar sus personajes en todas partes, pero sin darles un rostro definido. Prefieren que cada ciudadano del mundo les confiera el perfil que cada quien le invente. Rómulo Gallegos no conoció la Doña Bárbara con el rostro de Raquel Revuelta, con la gravedad y la barbarie que solo ella supo insuflarle. Aquella vez pareció echarse encima un proyecto entero de estrellas como una fragua de lumbre.
Nadie podría desentenderse de la impronta de Teatro Estudio. Aquella congregación consiguió una línea en el tiempo, compleja por su capacidad interactiva, perdurable, con certeza de horizonte. Ni la bruma del quinquenio gris, ni la parametración burocrática pudo jamás torcerle el brazo ni el camino. A pesar del desafío del proceso civilizatorio informático, más de redes que de salas, donde haya locos buenos que viven y sufren por el teatro, está la huella de Raquel.
Alguien comentaba en un minuto de pérdida que los poetas apuestan y también pierden. La escena cubana extraña aquellos años gloriosos de La madre guapa, La llama sagrada, La luz que agoniza, Las cuatro estaciones, Santa Juana de América. La poesía subraya que el heroísmo renace cada cien años. Ha sido el buen instante para reconocer el valor cotidiano de una actriz total, con la suerte de reunir, de recuperar la energía perdida a la vera de la memoria.













