El Apóstol trasciende en la prédica útil. También en la capacidad de presentir su Pasión. Solamente unas horas antes de caer en combate, le confiesa al amigo mexicano Manuel Mercado el peligro de morir en cualquier momento: Vamos haciendo almas, escribe en soliloquio como si dispusiera un buen viaje para la suya más allá de la muerte.
El ensayo jamás se cansará de historiar la tragedia de Dos Ríos. Alguien habló entonces de un posible suicidio. En su Carta-Testamento apuntó en blanco y negro la misión de detener a los Estados Unidos. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. Ese verbo en futuro es demasiado elocuente. Quien tiene una empresa grande por emprender, no está pensando en cargar contra sí.
Cintio Vitier decía que el suicidio suponía una traición a los combatientes. Pedro Pablo Rodríguez subraya que, quien va poseído por la tarea de constituir gobierno, es decir, lograr al fin la constitucionalidad de su enorme proyecto emancipador, no alberga la menor idea de matarse. Rolando Rodríguez reiteró una y otra vez un hecho revelador: Martí invitó al joven Ángel de la Guardia Bello (hasta su nombre es simbólico) para marchar contra el enemigo. Si su fin era buscar deliberadamente la muerte, jamás habría expuesto a otro. Sería únicamente su destino. Habría actuado solo.
A cada rato se afirma que Martí incurrió en un error al comparecer en el combate. Unos minutos antes, había enardecido a la tropa. Y exclamó que por Cuba se dejaría clavar en la cruz. ¿Qué le proponen esos críticos a destiempo? ¿Que se escondiera, o se pusiera a resguardo ante los primeros tiros?
El Generalísimo tenía que explicarlo luego ante la historia. Más de una vez recordó sus palabras al Delegado del Partido Revolucionario Cubano, cuando reparó en su presencia en medio de la refriega: Hágase atrás Martí. Este no es su lugar ahora. Trataba de protegerlo, pero semejantes palabras solo consiguieron el efecto exactamente contrario.
Todavía se le señala al Maestro la vestimenta de aquel domingo. Aún es costumbre cubana ceñir las mejores galas en el primer día. Es posible que lo hiciera para recibir al General Bartolomé Masó y a los suyos. O quién sabe si le lavaban la ropa de campaña. Probablemente, ya él estaba singularizado en las mirillas de los fusiles enemigos.
También se habla de Baconao, puro nervio. Era bayo de color claro, de crines rubias, y no blanco como suele decirse. El joven Pepe aprendió desde temprano a dominar a un caballo. Carece de sentido la narrativa de una bestia desbocada, que lleva contra su voluntad a un jinete inexperto en la grupa hasta la emboscada española.
Tres disparos impactaron a la humanidad amada. Uno le destrozó el maxilar inferior. Otro una rodilla. El tercero le rompió el esternón y le salió por el cuarto espacio intercostal. Fue el mortal. En sus últimos apuntes en el Diario de Campaña, aparece el signo de la Sagrada Escritura: conmigo doce hombres. Y como hace 2000 años, al tercer día, su cuerpo no estará más en el improvisado sepulcro.
Está dicho ya: fue una catástrofe. Pero en justo tributo a su memoria, aún andamos en la encomienda de enfrentar al monstruo, de ganarle a pensamiento la guerra mayor que nos hace, atentos a la paloma que reparte su color en lo inmenso, a la estrella que rompe la bruma, a la rosa blanca que aún cultiva su alma.