La factura del verso numeroso supone interacción con el tiempo germinal. Se aproxima el equinoccio que define el Día Internacional de la Poesía, aunque el milagro de ese oficio descubre lluvias hasta donde la primavera nunca quiso florecer. Lezama hablaba de una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte: un hechizamiento. Ahí radicaría la tarea del poema, desde la aurora misma de la humanidad.
La palabra es una conquista. La poesía es el homenaje a ese logro histórico, que se transpone a la acción de hombres y mujeres en el mundo. Siempre se dijo, por ejemplo, que Martí vivió como un poeta y murió como un soldado. La siempre presente Nuria Nuiry, lo interpretaba de otro modo: “Vivió como un soldado y murió como un poeta”. Radicaba aquella cantidad hechizada sugerida por Lezama, en el terrible cataclismo de su caída en combate.
Aún la historiografía reinterpreta el documento y la oralidad sobre aquel doloroso lance de mayo de 1895. La poesía no deja de hacer lo mismo, para entender la carga del Apóstol contra un enemigo al cual no odia, con un revólver que jamás dispara. El ensayo discurre en lo anecdótico, en el carácter del choque con la tropa española aquel domingo. El poema confirma allí la validez de la rosa blanca, la vocación de cultivarla hasta para quien le arranca el corazón.
En el epílogo de El Siglo de las Luces, se reúnen los quehaceres de Alejo Carpentier. El narrador describe la jornada tremenda de Madrid contra los mamelucos de Napoleón el 2 de mayo de 1808. El musicólogo dispone la estructura de una sinfonía portentosa, como ejercicio morfológico. El periodista teje una reseña con los hilos del testimonio.
La poesía transversaliza todo el relato, desde el rapto de Sofía hasta el valor desgraciado de su primo Esteban, quien la seguirá sin falta en cada distancia de vida y en el probable intersticio de inmortalidad.
La poética pudiera evaluarse en cuantos, de tristeza, en la soledad de aquella mansión en la capital española, en esa propuesta permanente de Carpentier de personajes que no mueren, que más bien se fugan, sin un destino fijo, para estar en todas partes.
O en el capítulo ejemplar de Federico García Lorca, el hombre del Romancero Gitano. Otro grande, Antonio Machado, narra desde el poema: “Se le vio, caminando entre fusiles, por una calle larga, salir al campo frío, aún con estrellas de la madrugada”. Pero la poética intensa se halla en la inquietud, que no su descanso, en el pacto telúrico de unos restos que jamás aparecen, tierra húmeda de su sangre a pesar del tiempo transcurrido.
Pervive la creencia de que la poesía se lee menos que el resto de los géneros literarios, en una era digital en que parecen retroceder tantas cosas, incluida la lectura. Pero siempre estará ahí, a la mano, estallido del alma sensible, exergo necesario para encarar un tiempo duro, vibración identitaria que explica el heroísmo, que reclama transformar para bien el mundo, de suma utilidad para vivir.