Frente a la destitución en Bijagual el 27 de octubre de 1873, el hombre del ingenio Demajagua volvía a confirmar su inequívoca grandeza. Ante el infortunio o la misma muerte, los próceres exponen su exacta dimensión humana.
Omar Al-Mukhtar, El León del Desierto, le daría las gracias a Dios por concederle la muerte de la mano de sus enemigos. El Che, en la escuelita de La Higuera, entero, gigante, le sugirió a su verdugo, el suboficial boliviano Mario Terán, que se pusiera sereno y que apuntara bien, porque iba a matar a un hombre. Céspedes recibió la noticia de la deposición en una conjunción de sangre fría y de patriotismo.
En realidad, la estaba esperando. No fue una sorpresa, ni mucho menos. Es un presentimiento como otros tantos que cruzan como rayos en la noche por el Diario Perdido. El mensajero de la Cámara de Representantes llega a la choza mambisa donde Carlos Manuel se dispone a almorzar. El muchacho quiere que el “Viejo” abra el sobre sellado, por temor a que la noticia le provoque una apoplejía, o algo por el estilo.
Céspedes no cede, y le insiste que lo acompañe a la mesa. Y así acontece un distendido intercambio, hasta que el bayamés cierra el noble lance más o menos de este modo: “Mire joven, siéntese y acompáñeme, porque si yo abro ese sobre, usted no podrá decir nunca que almorzó con un presidente”.
Era, se sabe, un hombre acendrado en el conocimiento de la ley, de edad madura (54 años) para las perspectivas de vida en la época. A cada rato, aparece como un ex abrupto el sambenito de aristócrata, un sinsentido si partimos de su origen. El abrazo a la causa de la independencia y de la emancipación, sin embargo, le ejercitaron en la precariedad material y en la angustia del espíritu.
El espectáculo que le concibieron en Bijagual fue una humillación, pero sus adversarios no pudieron derrotarlo ni destruirle la autoestima. Incluso hoy, parece tendencia natural que alguien cambie de rumbo o de bandera, que termine siendo un tránsfuga ante excesos y errores de compañeros de ruta.
Los camerales y los jefes militares amotinados en Bijagual contra el Presidente, tal vez, quién sabe, calcularon sacar de sus casillas al jefe de temperamento, de carácter fuerte, resguardado tras aquella aparente calma. A lo mejor calcularon que podían pillarlo en falta, que saltara, que tomara una decisión contra la misma causa de la independencia.
Por lo que parece, nunca llegaron a conocerlo. Si fue así, no solamente perdieron el lance, sino que paradójicamente ayudaron a Céspedes a concebir un legado, que hoy más que nunca constituye un asidero para cualquier patriota ante cualquier desacierto o ante cualquier injusticia en esta difícil cotidianidad cubana. En el Diario Perdido existen claves que me resultan monumentales para mi tierra, en este minuto que transcurre y muere.
Tenía la peor opinión sobre aquellos que lo destituían y que, a partir de aquel fatídico 27 de octubre de 1873, tomaron las riendas del mando de la Revolución del ´68. Y a pesar de eso, recomendó a sus compatriotas prudencia y que siguieran sirviendo a Cuba, como él sin falta lo haría.
¿Otro detalle interesante, o quizá no tan detalle? Escribió con amargura que prisioneros enemigos presenciaron la escena de la deposición con mal encubierto regocijo. Le angustiaba que extranjeros, que otros se enteraran de aquellas luchas internas de la causa cubana.
En Bijagual se perdió aquel espíritu de unidad logrado en Guáimaro tras enconada polémica. En los intersticios del tiempo, resuena el conocido affaire con el Caballero de Rodas, quien le proponía preservarle la vida de su hijo Amado Oscar, a cambio de que abandonara la lucha. Hoy se sabe que ya en ese momento, habían fusilado al muchacho. Céspedes debe de haber sentido la doble responsabilidad por su suerte: inició la guerra, y luego tuvo en sus manos la posibilidad de salvarlo.
El trance sería más duro, por tratarse de un hijo. El prócer respondió que Amado Oscar no era su único hijo, que hijos eran todos los que se batían por la independencia. En el momento más difícil de un ser humano, Céspedes extendió la prioridad de un abrazo para todos, incluidos los que no lo querían.
Pero aquellos conspiradores, enanos de pensamiento y de espíritu, no fueron recíprocos. Seguramente no tenían ni sensibilidad ni capacidad para hacerlo. Bastaba acompañarlo en su inmensa pena, solo eso, y es posible que aquella obra se salvara.
En todas partes aparece Bijagual de Jiguaní, evidentemente una nomenclatura geográfica de la época. El sitio, por cierto, campamento mambí, fue también objetivo de la Creciente de Valmaseda. Hoy pertenece al municipio santiaguero de Contramaestre, y yace en el fondo de una presa que, en elocuente simbolismo, tiene el nombre de Carlos Manuel de Céspedes. El ensayo de tema histórico-social asegura que sus aguas lavan la afrenta terrible que se le infirió allí el 27 de octubre de 1873 al Padre de los Cubanos.