Engels: repartir abrazos en cada golpe de ola

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El registro documental se encarga de precisar el dato: exactamente a las 11:30 de la noche del 5 de agosto de 1895, dejaba de latir el corazón de Friedrich Engels, el amigo entrañable de Karl Marx, fundador junto a él de la más hermosa doctrina de la emancipación universal. La muerte no lo sorprendió; lo castigó poco a poco alevosamente en su casa en Londres, todavía hoy en el itinerario de la Utopía a pesar de errores, de dudas, de traiciones y de cansancios.

Allá, en su pueblo natal, en el Museo de la Cultura Industrial de Wuppertal (una ciudad que reunió a Barmen, a Elberfeld y a otros núcleos humanos menores), se consigna que el Hombre del Anti-Dühring sufrió estoicamente un cáncer que le comprometió el esófago y la laringe, es decir, un carcinoma aerodigestivo superior. La enfermedad le coartó la voz, lo redujo constrictoramente en el lecho, pero no logró herirle una sola de sus ideas, ni uno solo de sus afectos.

Inteligencia superior, un genio sin dudas, transpuso su existencia en un rapto perpetuo de modestia. A cada rato emerge como un eco su famosa frase de que al lado de Marx fue un segundo violín. Antes de conocerlo personalmente, ya había encarado al ensayo con rigor y con calado científico. No fue feliz el primer encuentro, pero allí, cerca de aquel otro ser, aparentemente menos extrovertido, descubrió su sitio definitivo para asumir reclamos del espíritu.

Algo grande obraba alma adentro para que Engels, hijo de empresario exitoso en el núcleo más duro de la Revolución Industrial en la capital del Taller del Mundo, decidiera ponerse del otro lado de las actancias y ocupar un lugar en la barricada de los desposeídos. Muchos creen que tuvo que ver su amor a Mary Burns, la concubina que compartía sus horas y seguramente que también sus percepciones en torno al matrimonio como institución en un entramado de desigualdades y de injusticias.

El comunismo tiene en Engels y en Marx, a pesar de sus diferencias, tal vez el ejemplo más claro y grande de la amistad, aunque el ladrillo rojo como lugar común impida aquilatarlo. Constituye empresa imposible dilucidar en el trabajo conjunto dónde termina el estilo de uno y dónde comienza el del otro. Cualquier intento quirúrgico para separarlos concluye en un fracaso o en un criterio injusto. Ahí está la opinión de Jean Paul Sartre, quien le recriminó a Marx, muchos años después del deceso de ambos, su “nefasto encuentro con Engels”.

Ya mencionaba al Anti-Dühring, donde parece concurrir la urdimbre transdisciplinaria y científica del planeta. Para muchos fue un blindaje para aquellos años duros en que Marx se dedicaba a hurgar en la historia, en el pensamiento, en la cotidianidad, en las leyes como nexo constante, incluso en el futuro, para escribir esa pieza colosal que es El Capital. Por cierto, tras la muerte de su compañero de luchas, Engels dejaría en la obra su huella, su intensidad, su sangre.

Pero luego de la partida del Moro de Tréveris, sobrevendría una actividad febril sin pausa por la unidad proletaria y un quehacer teórico creciente. Valdría mencionar dos libros indispensables: El origen de la familia, la propiedad y el Estado, y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. No faltó jamás la alusión al descubridor de la plusvalía. Ante su tumba dijo que su nombre perduraría por los siglos, y con él su obra. Engels fue el primer constructor de ese camino por la memoria.

Al morir en agosto de 1895, las exequias acontecieron en una estación ferroviaria, congregación obrera natural donde radicaron siempre las alas del correo. No quiso tumba, ni lóbrego foso que redujera sus restos. Por decisión personal, sus cenizas fueron a parar al mar como acto sublime del sujeto lírico heroico. Por sus conocimientos militares le llamaban El General. Por esa idea de repartir abrazos en cada golpe de ola, prefiero recordar al Engels amigo, consecuente, anfitrión insuperable, testigo de madrugadas, el poeta desconocido.

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