Trump comenzó su gestión con un frenético ritmo de medidas reaccionarias para apuntalar un proyecto autoritario. Pretende estrangular las conquistas democráticas, criminalizar las protestas populares y someter a los opositores.
El magnate desembarcó en la Casa Blanca con un paquete de decretos para imponer esa agenda e intenta reorganizar el Estado con hombres de confianza. Estima que la ausencia de ese personal frustró la efectividad de su primer mandato y se dispone a neutralizar cualquier obstrucción, con una inmediata purga de funcionarios.
Comenzó esa limpieza premiando la lealtad a su liderazgo. Indultó a los procesados por el asalto al Capitolio, disipando las últimas dudas sobre su complicidad con ese intento de golpe de estado. Con ese perdón confirmó la hipocresía de las condenas yanquis a ese mismo tipo de asonadas en otros países. El nuevo presidente blanqueó el descarado desconocimiento del orden institucional, que los escribas del Norte suelen presentar como un vicio latinoamericano.
Trump elogia a los voceros de la Asociación Nacional del Rifle y aprueba la tenencia de 44 millones de armas, que gran parte de la población maneja con total naturalidad. Bendice explícitamente los rituales de la cultura militar, viril y paranoica que degrada la vida del país.
Utiliza su verborragia pendenciera, para reforzar una base social popular muy hostil al progresismo liberal. Incentiva, además, el resentimiento de los trabajadores blancos pobres contra sus pares latinos, asiáticos, afroamericanos, culpabilizando a esos desposeídos por las desgracias que generan los capitalistas. Encubre en los hechos a los enriquecidos que esquilman a todos los explotados, sin distinción de origen, color o género.
El éxito de Trump se explica por la gran penetración de esa ideología reaccionaria en el nuevo mapa demográfico del país. Se estima, que en el 2060 uno de cada tres estadounidenses pertenecerá a un grupo racial no blanco. Ese dato no debería suscitar preocupaciones de ningún tipo, pero es explotado por el magnate para generar temor, desamparo y sentimientos de revancha.
El trumpismo concentra su estrategia reaccionaria en la inmigración. Convirtió a los trabajadores foráneos en el chivo expiatorio de todos los males del país. Atribuye a ese sufriente sector el deterioro general de los salarios, blanqueando a los capitalistas y ocultando la gran contribución de los extranjeros al incremento de los ingresos fiscales.
La afluencia masiva de latinoamericanos al Norte no es un acto criminal, motivado por resentimientos hacia la opulenta sociedad estadunidense. Ese primitivo argumento es tan insostenible como la identificación de la migración con el narcotráfico. Los desamparados del Sur cruzan el Río Grande, como consecuencia del despojo imperial que sufren sus países de origen.
Trump agravará esa confiscación e incentivará, por lo tanto, la marea de ingresantes ilegales. En los hechos, el magnate criminaliza, maltrata y atemoriza a los indocumentados, pero no detalla cómo expulsará a 10 millones de inmigrantes. Necesitaría muchos años para completar su denigrante operativo de captura y destierro aéreo de los extranjeros.
Por ese camino, no existe la menor posibilidad de recrear la era dorada del capitalismo estadounidense, que se asentó en una significativa incidencia del gasto social y la inversión pública. Trump vuelve recargado, pero con proyectos que contradicen todas sus promesas.












