La Navidad en nuestro país tiene un encanto propio, íntimo y cálido, muy distinto al que se pinta en las postales de invierno. Aquí no hay nieve, ni bufandas gruesas, ni el ritual universal del intercambio de regalos. Sin embargo, hay algo que nos pertenece: una alegría suave que nace del reencuentro, de la mesa compartida, del olor a comida casera y del gesto sincero de recordar a quienes queremos.
En un diciembre sin frío, la Navidad se vuelve más luminosa. No depende de grandes adornos, sino de pequeñas certezas: la familia que se reúne aunque sea por un rato, los amigos que vuelven, las risas que llenan los portales al caer la tarde. En Mayabeque, y especialmente en nuestro San José de las Lajas, la Navidad tiene el sabor de la comunidad: la gente que se saluda, la música que se escapa por las ventanas, la esperanza que insiste en renacer cada año.
Tal vez no tengamos el espectáculo del invierno, pero sí tenemos algo que vale más: la capacidad de encontrar belleza en lo sencillo y alegría en lo cotidiano. Aquí la Navidad no se espera… se siente. Y mientras haya afecto, voluntad de compartir y un corazón dispuesto, habrá siempre motivos para celebrarla.













