Radicar el Día del Instructor de Arte subraya al noble oficio y
retrotrae un nombre querible: Olga Alonso González. También a
aquellos años en que vivió la muchacha, aún fija en recuerdos y en
referencias. Nacida en La Habana el 18 de febrero de 1945, ella
pertenece a una era en que la Utopía parecía al alcance de la
mano. Es un legado que conjugamos en tiempo de nostalgia.
Hay seres así, capaces de sobrepasar el hecho físico de la muerte.
Era junio de 1988. El teatro capitalino Karl Marx acogía un
encuentro de instructores: un cauce amplísimo de insatisfacciones,
de penas, de precariedades. Pocas veces se vio un torrente
catártico sin fin.
Como el oasis en medio de una tormenta de arena, regresó Olguita
a bordo de la gratitud. Había transcurrido entonces un cuarto de
siglo de su triste partida en marzo de 1964, pero allí estaba de pie
un joven creador del centro de Cuba confirmando su presencia,
desgranando tareas truncas, la vocación sin muerte de sensibilizar,
la prioridad de no olvidar.
De esa forma nació la idea de validar una fecha, de hallar un
instante de celebración sin renunciar al debate, por supuesto. Al fin
y al cabo, es contenido del lozano mester la inconformidad como
estallido, sobre todo cuando transcurre y muere ahora mismo un
minuto más duro, difícil y amargo.
Vivimos la sensación de un sueño que se fuga. La marcha hacia el
horizonte, cada vez más distante, se torna punzante. El aliento cede
ante un eventual naufragio, pero en la cresta de la ola, en la
inquietud que viene y va, tiene un hogar el talento del género
humano. No habrá nunca reposo para el instructor de arte, aunque
cambien los modelos de actancias, aunque el mercado imponga sus
leyes ciegas.
“¿Por qué esa obsesión de escalar el Monte Everest?”, le
preguntaron cierta vez a uno de aquellos héroes que remontaron el
techo del mundo. “Porque está ahí”, fue su respuesta. Quien lleva
en el alma las armónicas del hacer y de la enseñanza, no podrá
desentenderse jamás de su destino.
Olga Alonso González era hija de aquel lapso de efervescencia
revolucionaria en Cuba, que se replicaba en primaveras y en
guerrillas por el mundo entero. La madre vivirá hasta el final el
orgullo de la tierna raíz, como apunta el poema, que concurre a los
confines complicados de la Patria, allá donde en el pasado la
desidia le tendió trampas al saber y a la nobleza.
Y al margen de tantos patrones que cambian, de tantos retrocesos,
de las pérdidas sufridas, todavía conmueve esa actitud de llevarles
la luz a quienes soportaron la sed de lumbre, de conferirles
herramientas de libertad y de belleza a quienes insisten en
conquistar el milagro del surco. Y que la madre no solamente
entienda. Que también acompañe.
El instructor de arte se me ocurre un héroe de la poiesis. En otra
carga memorable, siempre a su manera, el Comandante de Cuba
concibió aquel proyecto de brigada con el nombre amado del
Apóstol que jamás se cansó de echar versos del alma. Y trasciende
ese trabajo donde se reúnen todas las disciplinas del quehacer.
Falta el dinero, se endurecen los días, aparecen otras ofertas
tentadoras, pero ahí están en su puesto los admiradores de Olga
Alonso González, quienes no dejan de cantarle odas de dicha plena
en su distancia, conscientes de que la felicidad –aserto del ensayo
histórico—está en la lucha.