El barco Cerro Pelado tenía inscrito en su nombre el topónimo de un combate en plena Sierra Maestra. Su timonel en junio de 1966 era Onelio Pino, uno de los que condujo al yate Granma hasta Los Cayuelos el 2 de diciembre de 1956. En la saga simbólica, había justamente un sitio para la misma disyuntiva histórica: ser libres o mártires.
Vivió siempre la Cuba revolucionaria al filo del peligro. Habría que desclasificar las maniobras de aquellos días en el mismísimo Pentágono. El gobierno de los Estados Unidos bloqueaba la participación de los deportistas cubanos en los X Juegos Centroamericanos y del Caribe en Puerto Rico. ¿Qué estaba gravitando en ese momento, como parte del perenne acoso imperial?
Hacía solamente unos días, el 21 de mayo, un proyectil disparado exactamente a las 7:10 de la noche desde la Base Naval de Guantánamo, había asesinado al soldado Luis Ramírez López, de la Brigada de la Frontera. Sin temor y sin el menor intersticio de dudas, Cuba abrió el escenario para probar el crimen y la perfidia yanqui.
Entonces se probó hasta la saciedad, que el joven murió en su puesto, al margen de la falacia tantas veces repetida de que el muchacho de Guisa había cruzado provocadoramente la línea arbitraria que aún hiere a la soberanía nacional. No podía haber un entramado más tenso y convulso.
Nuevamente, la Roma Americana dejaba sin decisión a la tierra de Ramón Emeterio Betances y de Juan Rius Rivera. La sevicia norteamericana, el abuso, la prepotencia del Departamento de Estado, no solo actuaba alevosamente contra Cuba. Otra vez dejaba en claro la herida mortal que Don Felo describió en el Madrigal famoso, donde el amor pretende curar la desgarradura terrible en el alma de Borinquén.
Primero demoraron arbitrariamente las visas. Luego declararon que no permitirían vuelos comerciales hasta San Juan. Decía Gabriel García Márquez que Fidel no concebía una idea que no fuera descomunal. El Comandante en Jefe ideó aquel viaje en barco, desde la más absoluta discreción. En definitiva, surcar ríos, recorrer los caminos de la mar, se inscribe en el abrazo ancestral de la narrativa aruaca.
El esgrimista José Antonio Díaz Rey, autor de un libro sobre aquella epopeya, recordaba recientemente que nadie, ni siquiera los mismos atletas, imaginaron la naturaleza de la aventura que vivirían. Decía que partieron en avión desde La Habana, creyendo que aterrizarían en la capital boricua. Para su sorpresa, el vuelo terminó en Camagüey, y prosiguieron en ómnibus hasta Santiago de Cuba.
El propio Díaz Rey rememoraba que zarparon sorpresivamente del puerto de la Ciudad Heroica el 8 de junio de 1966. En la cubierta del Cerro Pelado, continuó el entrenamiento. Y desde allí se les respondía con firmeza y con palabras gruesas a los vuelos rasantes de la aviación enemiga.
A bordo, la delegación suscribió el 10 de junio la Declaración del Cerro Pelado. No se circunscribió al derecho del archipiélago rebelde de participar en los Juegos. El deporte cubano, ya derecho de un pueblo entero, no podía comulgar con ese acto lesivo de la Carta Olímpica, y que amenazaba con sentar un triste precedente.
Nadie se amilanó ante el peligro de un naufragio inducido, ni frente a la amenaza de confiscarles la nave, ni por la cantidad de tiburones en aquel minuto dramático del trasbordo a cinco millas de la costa puertorriqueña. ¿Era real el plan de una invasión inminente, a raíz del crimen contra el joven de la Brigada de la Frontera?
Aquella expedición deportiva capeó el temporal, escribió otra página gloriosa en la historia de la cita centroamericana y caribeña, y dejó una clara advertencia de no ceder jamás ante el chantaje del Norte revuelto y brutal. El Cerro Pelado todavía constituye un signo de combate. David volvía a vencer al Gigante.