Ocho días después del cataclismo en Dos Ríos, el cadáver de José Martí era inhumado por segunda vez. Gravitaba en el ambiente una reparación moral. En un primer momento, aquella tropa hispana no dispensó un trato digno al caído. El estrépito del cuerpo contra la tierra junto al Jobo de Demajagua cuando se aflojaron las ataduras que lo fijaban a la grupa de un caballo, resuena gravemente: una angustia deplorable que todavía duele.
El entierro directamente en la tierra en el cementerio de Remanganaguas, desvalijado y medio desnudo, parece un acto que raya con la afrenta. En lo más hondo de una fosa, acaso un escondrijo bajo el fango, el hombre más límpido de la historia, fue arrojado sin la más mínima ceremonia. Tras ocultarlo, colocan encima a un soldado muerto a modo de señuelo. Sabían la disposición numerosa de los patriotas de arriesgarlo todo por recuperar el continente amado.
No podía ser más grande la tragedia: quedar en manos del enemigo. Pero aquel 27 de mayo de 1895 la actitud fue diferente. Por lo visto, concurrieron muchos factores. Las diligencias de Enrique Ubieta y Mauri, no solamente alcanzaron el objetivo de prodigar un trato correcto al difunto. El hombre logró que aquellos jefes altivos, reflexionaran, que recapacitaran, que cambiaran de actitud.
Por un lado, el alto mando del régimen colonial estaba convencido de aquel golpe azaroso y hasta inesperado, había herido de muerte a la insurrección casi en su inicio. Pero por el otro está el principio compartido de que no hay nada de heroísmo en encarnecer el despojo de un ser humano. Y aquel episodio –calculaban—tendría una inevitable repercusión en las conciencias, incluso más allá de las fronteras del archipiélago rebelde.
Es por eso que muchos creen ver un rancio gesto de demagogia de José Ximénez de Sandoval en el cementerio de Santa Ifigenia. En honor a la verdad, aquella página dolorosa para los independentistas se pintaba sola –como se dice—para exponer la tan publicitada hidalguía española. La narrativa de su discurso, despedida de duelo, en definitiva, se circunscribió a reclamar nada de odio ni de rencor ante la materia que el espíritu abandona en su último viaje.
También parece acontecer la condición de masón del alto oficial peninsular. Ensayó aquel día dos párrafos en los cuales subraya los entuertos de la política, alude la capacidad de las almas de volar hasta el seno del creador del Universo, pero en justo equilibrio con el principio de la fraternidad. Y devino un tiempo de congregación. El personaje sugiere, reclama, hasta quiere que otros se expresen. A la hora de bajar al sepulcro, por las razones que sean, el Apóstol de Cuba construye desde su distancia una plataforma nueva para la palabra.
Él había escrito que el libro es la eternidad que se nos adelanta. Allá, en la Ciudad Heroína, donde quedó para siempre la vocación del héroe, volvió a ser noticia Piedras imperecederas. La Ruta Funeraria de José Martí, de Omar López Rodríguez y Aida Morales Tejeda, publicado en 1999 por la Editorial Oriente. Más de un cuarto de siglo después, apareció otra edición que confirma nuevamente la utilidad de la virtud y la naturaleza constructora del mester de los recuerdos.
El ensayo no deja de crecer. No solamente reúne aquel itinerario fúnebre de entonces, sino que apunta la obra patrimonial comprometida con la memoria patriótica de la nación. Y se convierte en un material auxiliar valioso para recorrer esos parajes desde Dos Ríos hasta el cementerio de Santa Ifigenia.
Decía Collazo que a Martí le obsesionaban las conversiones. El jefe de la columna que le dio muerte aquel domingo aciago del 19 de mayo de 1895, tal vez a pesar suyo, ya no era el mismo ocho días después. Y dicen que hasta rechazó el presunto título de Marqués de Dos Ríos. Y terminó admitiendo que sus soldados hirieron de muerte ese día a la inteligencia más grande de las Américas.