Nacer un domingo es un presagio de la lumbre. La Feria del Libro en Mayabeque, dispone en su agenda el homenaje al profesor, ensayista y crítico de cine Pedro Rafael Noa Romero, quien tiene como primera estación el alba de la semana. Ya resulta de un simbolismo encantador pintar la casa de advenimiento y de alegría en jornada de descanso presunto. Llegar el primer día fija en la tradición un pacto con el Sol.
Es de las almas sensibles el don de aquilatar el mandato del destino. El cine y el libro, el universo infinito del quehacer, tienen principio y fin en la fragua de luz. Será siempre preciso cruzar la calle con Noa Romero, como él propone hacer con cada maestro esencial.
Lo cubano –se sabe—se construye permanentemente entre paradojas y resurrecciones. Ortiz, el descubridor de esa emoción de millones, contrastaba el milagro y el dolor, como un contrapunteo del tabaco y del azúcar. El ensayo advirtió que, tras cada desventura, sobreviene un renacer. En Mayabeque se reconoce, pues, la obra de un creador que levanta el taller en el recuerdo del catedrático sin tiempo ni fronteras, dueño del arte que se multiplica, esencialmente útil, autor del mensaje holístico del universo.
Instruir, pero sobre todo sensibilizar, supone cuantos de libertad. Es un principio esencial en el Apóstol de Cuba. Ojeada al cine cubano contribuye al saber y a ejercitar las armónicas del espíritu. Noa Romero concibe el milagro: el profesor José Manuel Valdés Rodríguez, le debe el hechizo de volver a la vida otra vez. Y regresa la columna “Tablas y Pantalla”, como para desmentir aquel viejo aserto de que no se debe leer un periódico de ayer.
El cine es comunión, equilibrio, síntesis de todas las artes. También responsabilidad de todos los sentidos. Cruzar la calle con el maestro es atender cada idea, rompimiento, esperanza, decepción, sin que se apaguen las alarmas. Sería el instante de la mayor alerta, pero con el sentir querencioso y agradecido.
Cada página de Noa Romero consigna trazas de una historia mayor aún por escribir. En ellas hay estallidos de presunción. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes y Saavedra; Hamlet, de William Shakespeare, y Crimen y Castigo, de Fiódor Dostoievski, tendrían otras estructuras, un entramado diferente de secuencias, de haberse escrito en la era de la imagen en movimiento.
El libro cumple así una tarea de plenitud. No solamente alerta a los ojos y avisa a los oídos. No se dirige únicamente a imaginar el mañana, o a romper dogmas, entuertos, reglas del ahora. Busca también hurgar en el pasado, cambiarlo si es preciso. En 1895 concurren el experimento de los hermanos Lumière y La Máquina del Tiempo, de H. G. Wells.
En el libro vio Martí a la eternidad que se adelanta. Noa propone el conjuro del reloj, de tantos tiempos a la vez, cruzando la calle con el canon del mester, imaginando una escuela que jamás tendrá fin. Serán bienvenidas todas sus resurrecciones. El ocaso no es solo penumbra. Es también la esperanza de un nuevo amanecer. Otra vez la luz.