Bajo el fuego enemigo en la finca Purísima Concepción de San Pedro, en Punta Brava, el doctor Máximo Zertucha Ojeda se derrumbó emocionalmente al confirmar la herida mortal del Titán aquella fatídica tarde del lunes 7 de diciembre de 1896. Pero tuvo el valor de reconocerlo. Y también la bravura suficiente para enfrentar el tsunami calumnioso que desde entonces se desbordó contra él.
Ya una vez, el Académico Titular de la Academia de Ciencias de Cuba, el neurocirujano cubano Ricardo Hodelín Tablada, extendió al público lector, sin cortapisas ni prejuicios, una exacta historia clínica del Apóstol. Ahora nos presenta la biografía Máximo Zertucha. Médico de Antonio Maceo, publicada por la Casa Editorial Verde Olivo. “El libro es un servicio”, escribió Martí. No solo narra paso a paso los intersticios de una existencia: esclarece, argumenta, vindica.
El autor parte de los hallazgos del historiador de la Medicina Cubana, el ya fallecido doctor Gregorio Delgado García. El nombre del último médico del Hombre de Baraguá se halla en la partida número 418 del Libro 34 de Bautismos Españoles, filo 219, vuelto, de la Catedral de La Habana, con fecha de nacimiento el 18 de noviembre de 1855. Pero casi toda su vida se encuentra circunscrita en Melena del Sur.
La obra es pródiga en precisiones: Zertucha conoció a Maceo en uno de sus viajes por Centroamérica en 1892, en los vapores de la Compañía Trasatlántica. Ingresó en el Ejército Libertador el 6 de enero de 1896. En marzo ya era Jefe de Sanidad del Contingente Invasor. En el combate de San Gabriel de Lombillo, fue herido de gravedad en un pie el médico personal del héroe, Hugo Roberts Fernández. Zertucha ocupó su lugar el 15 de junio de ese propio 1896.
Era costumbre de Maceo conversar con hombres de vasta cultura. El doctor sustituto lo era. Empezó a dispensarle más atención a este hombre; más tiempo. Recababa su presencia a la hora de las comidas para que lo acompañara, un honor inalcanzable para otros de mayor jerarquía militar que aquel rubio advenedizo. Hodelín Tablada ofrece segmentos de una ojeriza que otros definen como celos de cuartel.
El libro recoge el intenso testimonio del propio Zertucha cuando el prócer pareció fulminado por un rayo. Una hemorragia ocasionada por heridas sumamente graves le provocaron la muerte. La bala le había fracturado la mandíbula inferior derecha en tres partes y salió por la parte posterior lateral izquierda de la base del cuello, desgarrando en su trayectoria el paquete vásculo-nervioso-carotídeo.
Maceo era su ídolo. Lo consideraba el único sostén de la guerra. Aquella gente celosa no se comportó a la altura de las circunstancias. Dejaron abandonado el cadáver y con pretextos se dispersaron. Para colmo, el incómodo médico fue testigo de incongruencias y de falsedades. Ya estaba muerto su protector. A Zertucha le negaron la comida en el campamento y hasta ha trascendido una eventual amenaza de muerte de Miró Argenter contra él.
El neurocirujano-historiador se inclina a pensar que el Jefe de Sanidad de aquella tropa pudo marcharse para otra partida mambisa. No habría sido, por supuesto, un trámite tan complicado. Pero no lo hizo. Mientras vivió Maceo, la presunta penuria económica de sus deudos cercanos no había pesado tanto. Caído el Titán, su médico se acogió al indulto español –según dijo—ante la precaria situación de su familia.
Ninguna trama escapa de la atención del investigador acucioso, ni siquiera la denominada “fábrica de noticias de guerra”. Y apunta la responsabilidad del coronel Federico Pérez Carbó, quien luego no negó ser el tracista de aquella mentira de un Maceo asesinado como consecuencia de un complot de Zertucha con el general español Ahumada. El invento hasta parece demasiado simple: el probable traidor se fuga tras cometer la más pérfida felonía.
Alguna gente creyó que el mito de un crimen levantaría el ímpetu herido del patriotismo. Desde esa percepción, resultaba inconcebible que una leyenda de tantas batallas fuera a desplomarse en una escaramuza. La calumnia se ajustaba igualmente a la narrativa oportunista yanqui contra Valeriano Weyler y Nicolau, “El Carnicero”. El periodismo amarillo ya preparaba a la opinión pública norteamericana para intervenir militarmente en el archipiélago cubano.
El libro es pródigo en detalles en torno a la corte marcial que el propio Zertucha solicitó al finalizar la guerra para que juzgara su conducta. Fue declarado entonces inocente. Esta magnífica biografía ratifica que en la finca Purísima Concepción de San Pedro de Punta Brava no hubo asesinato, ni emboscada, ni veneno, como afirmaba el periódico norteamericano The New York Journal, una versión que muchos patriotas replicaron y creyeron. Jamás será tarde para romper la bruma que increíblemente pesa injustamente sobre un nombre en la Historia de Cuba.













