Nadie puede sustraerse del encanto de Ignacio Agramonte. El Apóstol de Cuba, en la justa medida del equilibrio, lo definió diamante con alma de beso. El canon literario describe de esa forma, poesía mediante, la más pura intensidad humana piel adentro.
La siempre presente historiadora cubana Elda Cento Gómez, conocedora de la importancia de la objetividad y del realismo en el juicio del ensayo, admitía que jamás se sintió inmune ante una seducción de leyenda. Y en un mensaje acendrado en la docencia, reclamaba una dispensa de comprensión al registro académico tradicional.
Nada parece casual en la existencia del Mayor. Ni siquiera el sitio venerable donde vino al mundo en diciembre de 1841. Resulta ya un lugar común el apunte sobre un centro histórico irregular y de estrechas y hasta incómodas calles en la vieja Villa de Santa María del Puerto del Príncipe. Pero la cuna del Bayardo sigue siendo un signo diferente.
La casa de los Agramonte Loynaz, Monumento Nacional desde mayo de 1973, deviene singularidad como pieza arquitectónica esquinera, amplia y de dos plantas, situada en la calle Soledad, hoy Independencia, el noble sueño que sedimentaron los valores de aquella familia.
El hijo del viejo Ignacio y de la señora María Filomena, creció en la sed de léxico de la bendita lengua española. Desde temprano despuntó en el buen articular ideas y también expresarlas. Es un consenso admitir su carácter impulsivo. El jurista, el tribuno y el soldado, estaban animados por el mismo fuego.
Aquel estudio por el cual se recibió como abogado en la Universidad de La Habana, cada principio que defendió en el amanecer de la República de Cuba en Armas en Guáimaro, y la decisión de marchar en la primera línea del peligro en los combates, tienen idéntica génesis, la misma fragua.
Los historiadores suelen hablar de inevitables raptos de juventud. Se inscribe en esa estación humanal. Vivió solamente 31 años, como un espíritu exclusivo del alba, la misma edad con la que el Hijo del Hombre inició su magisterio, para encender la prédica que, por siglos, constituye contenido raigal del pensamiento más límpido y grande del mundo.
Echar a los impíos del templo viene a ser una tarea inacabable: “No vine a traer la paz, sino la espada”, apunta el Evangelio en la oralitura cristiana. La inolvidable Elda Centro Gómez recordaba que el jefe de las memorables cargas en la llanura camagüeyana, creció en el oficio del jurista-tribuno que se purifica en las batallas. Hablaba de las escalas del prócer, que lo hacen ya, al final, distinto, pero el mismo a la vez.
En una esclarecedora carta, el General Manuel de Quesada, electo en Guáimaro para el más alto cargo militar de la Revolución, tal vez en una maniobra de los principeños contra el Hombre del Ingenio Demajagua, pero que devino luego pertinaz cespedista, le escribe a Ignacio: “Calme usted las pasiones adonde quiera que las vea surgir”. El joven impetuoso regresa al mando del Camagüey en 1871 tras el agrio affaire con Céspedes. Y pidió entonces prerrogativas que le criticaba antes a Carlos Manuel. Y no dejó que en su presencia se murmurara contra el Presidente de la República de Cuba en Armas.
En el título de un libro, se reparte ese legado: Nadie puede ser indiferente. El primer General en Jefe del mambisado, lo calificaba de modelo de los jóvenes, admiración de los viejos. La historiografía insiste en subrayar la tragedia de mayo de 1873 en Jimaguayú. Pero en diciembre de 1841 comenzaba una existencia signada por lo eterno, que resucita cada cien años, con un hogar en poemas y en canciones.













