A los pueblos de Latinoamérica

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¿Por qué el imperialismo quiere vernos divididos?

Porque sabe que juntos somos invencibles. Estados Unidos, potencia que se viste de democracia mientras exporta golpes de estado, ha clavado sus garras en nuestra tierra con una estrategia clara: dividir para saquear.

En Chile, financió el golpe contra Allende para imponer a Pinochet y regalar el cobre a sus corporaciones.

En Nicaragua, armó a los Contras para ahogar en sangre la Revolución Sandinista.

En Venezuela, desató una guerra económica y sanciones criminales para robar el petróleo y doblegar a un pueblo que se atrevió a mirar al futuro con soberanía.

En Brasil, utilizó la Lawfare para encarcelar a Lula y frenar el ascenso de los pobres.

En Bolivia, apoyó un golpe contra Evo Morales para entregar el litio a sus transnacionales.

En Cuba, mantiene un bloqueo genocida por seis décadas, castigando a un pueblo que eligió ser dueño de su destino.

Desde las tierras ardientes del Río Bravo hasta las aguas embravecidas de la Tierra del Fuego, somos un solo pueblo, una sola alma tejida con los hilos de la resistencia, la dignidad y los sueños compartidos. La Patria Grande no es una utopía: es el latido de nuestra historia, la memoria viva de quienes lucharon por vernos libres, desde Túpac Amaru hasta Bolívar, desde Martí hasta el Che Guevara. Es el territorio sin fronteras donde el quechua, el español, el portugués, el guaraní y todas las voces originarias se funden en un coro que canta: ¡Unidad!

Cada herida abierta en un país es un ataque a todos. El imperialismo no teme a gobiernos aislados: teme a los pueblos unidos. Nos han impuesto tratados que privatizan el agua, la salud y la educación; han militarizado nuestros territorios para controlar recursos; han manipulado medios de comunicación para sembrar el miedo y el individualismo. Pero su arma más letal es hacernos creer que somos enemigos, que la pobreza de uno es culpa del otro, y no del sistema que nos desangra.

La Patria Grande es la respuesta. Es el abrazo solidario entre el obrero argentino y el campesino colombiano; entre la maestra mexicana y el ingeniero venezolano; entre los jóvenes que en las calles de Perú, Ecuador u Honduras exigen justicia. Es entender que la independencia de Haití, lograda con sangre en 1804, es tan nuestra como la victoria de Ayacucho. Es saber que cuando Paraguay fue masacrado en la Guerra de la Triple Alianza, no perdieron solo los paraguayos: perdimos todos.

Unidos no somos víctimas: somos titanes. La Zamba de Vargas, la batalla de Carabobo, el grito de Dolores, la resistencia mapuche, las Madres de la Plaza de Mayo, los zapatistas alzando la voz en Chiapas. Cada lucha es un eslabón de la misma cadena que hoy nos llama a romperlas. La soberanía no se negocia: se defiende. Y para defenderla, necesitamos una unión política, económica y cultural que nos permita intercambiar sin depender del dólar, producir alimentos sin agrotóxicos, educar con pedagogías liberadoras y proteger nuestra Amazonía como pulmón del mundo.

No nos equivoquemos: el enemigo es el mismo.

Mientras Wall Street especula, nuestros pueblos hambrean. Mientras Hollywood nos vende falsos ídolos, entierran nuestras identidades.

Pero tenemos algo que ellos jamás tendrán: la certeza de que la historia la escriben los pueblos.

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