Orville Hitchcock Platt, republicano conservador, calificaría de estúpida a la famosa Resolución Conjunta aprobada en abril de 1898, bajo cuyos términos los Estados Unidos intervinieron en la guerra de independencia de los cubanos contra el régimen español. El documento consignaba que “el pueblo de la Isla de Cuba es, y de derecho debe ser, libre e independiente”. Y el gobierno norteamericano declaraba no tener deseo ni intención de ejercer soberanía, jurisdicción ni dominio sobre Cuba.
Una explícita mentira. El célebre senador por Connecticut, oportunista y cínico, era más bien partidario de actuar desde la consabida superioridad de su país, como la aludió Salvador Cisneros Betancourt en su conocido voto particular contra la Enmienda Platt. Y decirlo sin cortapisas ni ambigüedades. La acostumbrada prepotencia imperial: nadie le exigiría nunca al todopoderoso por alguna incongruencia de sus actos.
La Roma Americana ya había escrito el drama alevoso contra un pueblo que asombró al mundo con sus hazañas. En tanto convocaba a la Asamblea Constituyente, presidida por el general Domingo Méndez Capote, para que redactara la Constitución de la república por nacer, ya ajustaba punto por punto el odioso apéndice para consagrar la humillación en la proyectada Ley de leyes. Solamente faltaba someter a los constituyentistas reunidos en el actual Teatro Martí en el centro histórico de La Habana. A las buenas o a las malas.
No fueron debates fáciles. Hubo una primera vuelta de 15 votos a favor y 14 en contra, aunque sí existió el consenso de exigir aclaraciones a los Estados Unidos en torno al contenido y el enfoque de cada acápite. Todos sonaban demasiado expoliadores. La respuesta del último mandatario-combatiente de la Guerra de Secesión, el señor William McKinley, no pudo ser más prepotente: ellos no estaban facultados para reclamar nada; su tarea consistía en aceptar el documento tal cual estaba, sin cambiarle siquiera una coma.
Gravitaba entonces la gravísima amenaza: si no se aceptaba la Enmienda Platt, la ocupación militar se extendería indefinidamente. A cada rato se habla de la inexperiencia de aquellos constituyentistas de 1901. Está claro que estaban lejos del genio político del Apóstol José Martí y de la visión estratégica del Titán Antonio Maceo. Como ya escribí en otra parte, ante el peligro de que los yanquis jamás se marcharan, optaron por el mal menor, es decir, una república atrozmente amputada, con la esperanza de recuperar luego lo perdido.
En la segunda vuelta, 16 votaron a favor del engendro, 11 en contra y cuatro se ausentaron. Todo eso ocurrió en medio de una lógica agitación patriótica en las calles. Sobrevino igualmente la preocupación de que la justa reacción popular ante el despojo, fuera interpretada como inestabilidad y una probable falta de gobernanza de los cubanos, y que se tomara como pretexto para mantener el status de la ocupación.
La Enmienda Platt resultó formalmente aprobada el 12 de junio de 1901. Nadie olvidará aquel infame artículo tercero, que le confería al imperio más poderoso y agresivo de la historia, intervenir militarmente en Cuba cuando lo creyera pertinente. Ni el sexto, que trató de legitimar el robo de la entonces Isla de Pinos. Ni el séptimo, que establecía vender o arrendar sitios para carboneras o estaciones navales, la génesis de la herida de más de 120 años en la piel soberana de la Patria, la Base Naval en la bahía de Guantánamo, centro de crímenes, de provocaciones anticubanas, luego cárcel abominable que no se subordina a ley alguna ni al derecho internacional.
Como nexo constante de la historia, regresan de cuando en cuando los tiempos duros. El pabellón de Norteamérica aparece de vez en vez en las manos del cansancio. El fantasma de Platt carga de nuevo contra la memoria y la prioridad de pensar. Pero el Maestro jamás dejará de advertir: “¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas!”