Medardo Vitier en la cosecha perpetua de lo cubano

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Cada ensayo de Medardo Vitier supone una joya ejemplar, por el calado y por la belleza literaria. Pertenece al entramado complejo la idea profunda, de un respetable rigor científico, que se expresa con los signos y las fabulosas herramientas de la poesía. En su caso, resulta un suceso que deslumbra desde la nacencia.

Martiano de vocación, fue primeramente maestro, que para el Apóstol constituye esencia indispensable de creación. Imágenes, alegorías, símiles, metáforas, son igualmente imprescindibles para un acto seductor en el púlpito, que luego se transpone en la escritura.

Lezama advirtió el misterio de Cuba en Martí. El ensayo no deja de recorrer las distancias del enigma. Y se expresa en inequívoca premonición. Medardo Vitier, por ejemplo, subrayó desde 1924 al patriota Enrique José Varona como maestro de juventud. Y lo regresa como llama de tiempo heroico, de la fragua de un pensamiento iluminado, inspirador, energía telúrica y raigal.

Aquel presagio vendría a confirmarse seis años después. Varona recuerda en septiembre de 1930, el papel de combate de la edad emergente en cada minuto amargo de la historia. Señala, convoca, regresa nuevamente al ruedo del combate. Los muchachos de aquel instante se inventan una marcha hasta la casa del viejo honorable. Sobreviene el estallido de la buena nueva que radica en sus palabras. Ahora, en lectura detenida, es posible leer ese anuncio del fuego en el ensayo.

La idea de ir una y otra vez a la fuente, parece casi una obsesión en Medardo Vitier. En la narrativa está igualmente el ejercicio carpenteriano del Viaje a la semilla. El estudio significa a personalidades del pasado, a la génesis del pensamiento cubano que le fijó un sitio a la intelectualidad decimonónica criolla en las bitácoras de la filosofía del mundo.

Discurren así apuntes literarios, índices éticos para la conducta humana, hitos de las letras hispanoamericanas.

Había nacido en 1886 en la vieja jurisdicción villareña, en el mismo centro de la nación, en el año del derrumbe oficial de la infame esclavitud. Fue el 8 de junio, que luego se reconocerá como celebración de la justicia. Vino al mundo con las mismas señas del obispo francés, el San Medardo de Noyon, patrón de los agricultores y del oficio del bosque.

Y eso fue ese hombre que murió en el umbral de la primavera de 1960: un sembrador. Esa ruta, como él la definió, se denota en el carácter y en la savia de la familia que concibió. Cintio Vitier, uno de sus hijos, es el nombre más repartido. Levantó una escuela, con el zócalo de su propia sangre, que aún trabaja y lucha con las mismas armas del mester artístico.

Era Medardo Vitier un políglota que buscaba en el intercambio intercultural de las civilizaciones, el mensaje numeroso y útil para vivir. Profeta de su destino, comprendió el instante de partir aquel día de marzo, hace ahora 65 años. Hizo llamar, entonces, a sus hijos.

Y aquel hombre que conocía tantas palabras en tan variadas lenguas, no halló manera mejor para despedirse que un sintagma breve: “Sean buenos”. El maestro, el escritor, el padre de profunda fe cristiana, confirmó en ese minuto la idea del bien, el Dios que el joven Martí consignó en páginas de gloria, para salvar la cosecha perpetua de lo cubano.

 

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