El cuento Discurso de César ante el foro romano, no deja de ser un significativo pretexto. Francisco López Sacha parece saldar la vieja deuda de una pieza narrativa para un amigo de señas tan simbólicas como literales: Julio César Imperatori. Pero es mucho más que eso: percepción transdisciplinaria, donde todo interactúa con todo, a partir de una irrenunciable reflexión sobre el ayer.
¡Ah!, el tiempo, esa obsesión del autor. Siempre se me ocurrió un héroe de las nostalgias del mundo. Sacha se lo inventó todo, pero así, ni más ni menos, debió de ser Bucarest en diciembre de 1989, cuando la inmensa batahola inconforme interrumpió al orador, hasta ese minuto sacro e intocable.
Igualmente es de imaginar que fuera calco de la realidad, con esas mismas palabras, el reclamo de Elena Ceaușescu a su marido, el todopoderoso de Rumanía, para que regresara al podio de la monumental Casa del Pueblo, a hablarle a una multitud que ya no se detendrá ante nada ni ante nadie.
Este hombre que ahora se marcha en triunfo, jamás se cansó de hallar claves novedosas en cualquier época anterior. Alguien, con razón, lo calificaba como el más musical de los escritores cubanos. Cada apunte sobre acústica que dejó, constituye resultado de un probable ejercicio desde la Física, para aventurarse en un juego con las cuerdas del tiempo.
Ese amigo abría las puertas de su casa, como intensamente hizo con las verjas de su corazón, para compartir esa nave humanal que remedaba la Máquina del Tiempo de H. G. Wells. El encanto del profesor, del crítico de arte, del escritor prolífico, facturaba utilidad para aquella música que fue plenitud en una era de primaveras y de guerrillas.
En un rapto de honestidad, se reconoció a sí mismo prisionero del rock and roll. Aún conservo mi primer recuerdo de Sacha, allá en mi pueblo Balcón del Oriente Cubano, extrovertido y sonriente, afinado y sincero, cantando Black is black, de Mike Kennedy con Los Bravos, ese pacto del pop hispano con la savia anglosajona, para conquistar las almas y el mercado.
A la luz de la Musicología, sería un intergénero de psicodelia y código del Caribe. Había llegado a la vida el 28 de febrero de 1950 en Manzanillo, en una jurisdicción de caña de azúcar constitutiva de identidad. En un escenario cercano, acontecieron mucho antes los sucesos que narra la primera obra literaria cubana conocida. Por aquellos confines, nació el poema patriótico, la música del latido esencial, y ocurrió el Grito con el que arribamos al concierto de los pueblos libres. Universalidad cubana: eso fue Sacha.
Partió cuando estaba a punto de cumplir los 75 años. Nadie le conoció un solo instante de vacilación ni de decadencia. Ni el menor asomo de miedo, ni una sola pizca de desesperanza. Creía en la antiquísima fórmula de la poiesis, es decir, crear perpetuamente en virtud de la intervinculación artística. No ensayó despedidas ni suscribió testamentos. En el César estaría quizás el signo del último viaje: la muerte menos esperada.