La Primera Declaración de La Habana

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Raúl Roa el eterno Canciller de la Dignidad

Ante una subcomisión del Senado yanqui en 1960, aquel señor declaraba: “Hasta el arribo de Castro al poder, los Estados Unidos tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible, que el embajador norteamericano era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el presidente cubano”.

Él mejor que nadie sabía lo que decía. Era nada menos que Earl Edward Tailer Smith, el embajador en Cuba designado por el General –Presidente Dwight David Eisenhower durante la dictadura de Fulgencio Batista, el mismísimo cónsul de la Roma americana que aparece en célebre fotografía, alegre y divertido, junto al sátrapa.

La victoria del primero de enero de 1959 fue un golpe terrible a la prepotencia imperial, del cual jamás pudo recuperarse. Desde el principio tomó forma la hasta hoy fallida estrategia de estrangular al proyecto revolucionario con todas las alternativas posibles a la mano, desde la asfixia económica hasta la agresión militar.

Y la hostilidad se transformó inmediatamente en amenaza y cerco. Aquella Administración que solamente le retiró el apoyo a Fulgencio Batista el 17 de diciembre de 1958, como castigo por no destruir a la Revolución en su génesis, aprobó el 17 de marzo de 1960 el Programa de acción encubierta contra el régimen de Castro.

Estados Unidos sembró el bandidismo en las montañas, alentó los ataques terroristas, promovió el atentado contra los principales dirigentes del país, aprobó la Ley Puñal. El cruento capítulo desde La Coubre hasta Playa Girón, guarda también un simbolismo: la decisión de ¡Patria o Muerte!, y la declaración del carácter socialista de la Revolución.

Pero el emperador de turno precisaba el apoyo de la Organización de Estados Americanos (OEA). Y el gobierno de Perú, que acababa de recibir un préstamo de 53 millones de dólares, solicitó una reunión de cancilleres del organismo, para deliberar en San José, Costa Rica, sobre el presunto peligro para el orden occidental que representaba una posible ayuda soviética a Cuba.

Allí se escuchó la voz de Raúl Roa García, contra la componenda del “Ministerio de Colonias Yanqui”, que emitió la conocida “Declaración de San José” del 29 de agosto de 1960. El Canciller de la Dignidad se retiró de la conferencia: “Me voy con mi pueblo, y con mi pueblo se van también de aquí los pueblos de nuestra América”. Esa misma noche, en el acto de graduación de 1400 maestros voluntarios, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz convocó al pueblo de Cuba a reunirse en la Plaza Cívica (hoy Plaza de la Revolución “José Martí”), a enfrentar la conjura imperialista.

La convocatoria devino aquel 2 de septiembre Asamblea General Nacional, con la participación de más de un millón de compatriotas. La Declaración de La Habana no se circunscribió únicamente a condenar la confabulación de los gobiernos lacayos del área con su amo del Norte.

En formidable equilibrio entre el arte oratorio y el registro del ensayo de tema histórico-social, el documento registra en nueve puntos la condena de los cubanos a la Doctrina Monroe y a la intervención yanqui en América Latina y el Caribe, el valor de la solidaridad entre los pueblos y su deber de luchar contra la injusticia y los desmanes del poder hegemónico.

Para el debate permanente sobre la democracia, el sexto punto de la histórica Declaración de la Asamblea General Nacional ofrece la percepción revolucionaria sobre el concepto, a partir de su incompatibilidad con un sistema que promueve por el mundo salarios de hambre, el latifundio, la explotación del hombre por el hombre, el irrespeto a la soberanía de otros países, la discriminación racial, la represión de los desposeídos, la más espantosa desigualdad.

Ante la calumnia de que Cuba era la base de una potencia extracontinental contra la democracia en las Américas, la Revolución vindicó su derecho a defenderse con la ayuda soviética para enfrentar la agresión, a establecer vínculos de amistad con la URSS y con la República Popular China.

No fue la única vez que los cubanos concurrirían a refrendar autos de fe por su Revolución, ante las maquinaciones del engendro de dominación del imperio. Algo más de un año después, ante la farsa de Punta del Este, volvió a levantarse la nación como un solo combatiente, para repetir aquello de que “Con OEA o sin OEA, ganaremos la pelea”.

Como se verificó una segunda reunión, aquella del 2 de septiembre de 1960 pasó a ser la Primera Declaración de La Habana. Durante 60 años permanece como principio la voluntad de millones de defender su destino, de compartir su suerte con los humildes, de enfrentar al gigante con decisión y sin temor.

Raúl Roa el eterno Canciller de la Dignidad foto-tomada-5-de-septiembre

 

 

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