Francisco Muñoz Rubalcaba, un desconocido con una gran historia

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No creo que el nombre de Francisco Muñoz Rubalcava aparezca entre los nombres más conocidos de la estirpe heroica de 1868. En los programas docentes resulta de muy escasa o nula mención. Y si casi nunca se le tiene en cuenta en el pase de lista de la gesta, seguramente que jamás tendrá un hogar en la memoria agradecida de su pueblo.

¡Y fueron tantos sus méritos! El más grande, y ahora se dice fácilmente, fue su contribución a que los revolucionarios del Oriente y del Camagüey se vieran por primera vez las caras, y que juntos, con sus diferentes percepciones del mundo, pensaran un proyecto de patria. 

Casi toda la información sobre este hombre duerme aún en los archivos. Tal vez la mejor parte fue obra investigativa del acucioso historiador cubano Juan Andrés Cué Bada, y le correspondería a alguno de sus discípulos dispensarle alma de ensayo y publicarla. 

Por lo pronto, la existencia de Francisco Muñoz Rubalcava aparece en líneas demasiado generales en la Oficina del Historiador de Las Tunas, donde se precisa que nació el 25 de junio de 1825 en Santiago de Cuba en un hogar de desahogada posición económica, que le permitió una esmerada educación. Como los jóvenes ilustrados de cualquier familia acomodada, viajó por ciudades de Europa y de Estados Unidos donde estudió y trabajó.

Antes de ser el soldado mambí de aquella guerra grande, Francisco Muñoz Rubalcava fue poeta y narrador. Quizás sus poemarios y novelas no son piezas del canon literario del país, pero cuentan de una sensibilidad transpuesta en palabra bien escuchada en los preparativos de la lucha. 

En sus novelas se inscribe la perenne inquietud de personajes que no se cansan de ir de un lugar a otro. Pudiera ser un paralelismo con su propia vida, caracterizada por transitar de ciudad en ciudad, y dejar en tantas publicaciones de tantos lugares la huella de su talento y de su amistad. 

Ese espíritu de aventura le permitió conocer las señas de la conspiración. Los servicios secretos españoles, de común muy eficientes, supieron detectar y valorar ese papel. En un libro hispano editado en 1869, se mencionan las tres figuras más importantes de la rebelión según la mirada integrista más recalcitrante. 

La campaña calumniosa del enemigo no escatimaba epítetos terribles contra ellos. El primero era Carlos Manuel de Céspedes, a quien se le acusaba de ser un hombre de travesura, bígamo, un monstruo capaz de “darle de bofetones a su madre y dispararle un tiro a su padre”, que por estar arruinado y no pagar sus deudas, se había alzado para no pagarlas. 

El segundo era  Francisco Vicente Aguilera a quien se le atribuían escasas luces en el intelecto, y por tanto proclive a crímenes y a excesos al frente de aquellas bandas de forajidos. El tercero era precisamente Francisco Muñoz Rubalcava. El informe lo defenestraba como un hombre al margen de la ley, que unas veces estaba perseguido por sus delitos, y que en otras ocasiones huía sin persecución. Hasta se aseguraba que tenía pendiente un juicio por cuatrero y por falsario.

Al margen de la infamia, el punto de vista no deja de ser revelador. Muñoz Rubalcava se casó en segundas nupcias con una patriota tunera, Tomasa, hermana de Francisco Varona González, y prima de Vicente García González. El vínculo empezó en la literatura, siguió en el amor y terminó en la Revolución. 

El escritor revolucionario nacido en Santiago de Cuba el 25 de junio de 1825 fue clave en la proporción de nombres. Eso explica que su tierra adoptiva fuera la sede de las principales reuniones preparatorias de la Guerra de 1868, y que en aquella primigenia de San Miguel de Rompe del cuatro de agosto, algo más de dos meses antes del estallido, fueran él y Vicente García González los representantes de Las Tunas.

Fue uno de los integrantes de aquella Convención de Tirsán donde –dicen—concurrieron doce padres de la nación, como en la última cena de Jesús. Reclutó soldados, y dirigió la operación victoriosa de las armas mambisas el 18 de octubre de aquel propio año en San Miguel de Manatí, que hasta tanto se pruebe lo contrario, fue el primer pueblo quemado en holocausto por la independencia. Hasta se le atribuye el encanto de atraer a las filas insurrectas al cura de la comarca, Braulio Odio Pécora, que de acuerdo con referencias al uso, siguió oficiando sus servicios entre los combatientes, y que hasta alcanzó grados militares.

La hoja de servicios de Francisco Muñoz Rubalcava cuenta de numerosos combates, de su presencia en el Estado Mayor del León de Santa Rita, de su ascenso al grado de General, de su designación como segundo al mando del Camagüey subordinado al Mayor General Ignacio Agramonte Loynaz, de su arresto por una banda al servicio de España, de la sentencia de muerte, de su ejecución el seis de marzo de 1873 en la Plaza del Cristo de Santa María del Puerto del Príncipe. 

Como en otros casos de oficiales cubanos apresados, se le prometió el perdón si renegaba de sus ideas y de sus actos. En carta a su esposa  Tomasa Varona González le escribió: “No amo tanto a la vida para conservarla cubriéndome de baldón”. En algún lugar leí que con la hoja manuscrita, iba un mechón de sus cabellos. Hermosa imagen del poeta que hace ofrenda la raíz del pensamiento.

 

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